La importancia de la línea del cielo
De la misma manera que el horizonte es la raya que une el suelo y el cielo, el perfil de una ciudad se dibuja con la cubierta de sus edificios más altos. ¿Desde cuándo se explican las ciudades desde arriba?
Aunque hay varias teorías que alteran radicalmente la versión oficial, la noche del 8 de octubre de 1871 el establo de la familia O'Leary ardió y la historia de las ciudades cambió para siempre. Con ese granero de la calle De Koven, al sureste de Chicago, se quemaron más de cinco kilómetros cuadrados de ciudad, entonces construida mayoritariamente con estructuras de madera. Murieron cientos de personas y 100.000 ciudadanos, casi un tercio de la población de entonces, se quedaron sin hogar. Para cuando la metrópolis volvió a crecer, el ladrillo había sustituido a la madera por miedo a otro incendio. Esa decisión hizo posible crecer en altura —de seis plantas se pasó a 10 o 16—, la urbe se densificó y abrió el camino para los edificios del futuro. El considerado primer rascacielos de Chicago, el edificio Home Insurance de William Le Baron Jenny, data de esos años, 1885, en los que el mundo cambió.
Con el tiempo, la ingeniería de la construcción —y el ascensor— permitirían que los edificios pudieran crecer mucho más. Sin embargo, hoy los logros pueden resultar más formales que técnicos y, más allá del pelotón de prismas deudores de la contención de la Torre Seagram de Mies van der Rohe, hay rascacielos con forma de pepino (The Gherkin en Londres) de tostador (20 Fenchurch Street, también en Londres), de pagoda (Torres Petronas en Kuala Lumpur) o de chupachups (The Pearl en Shanghái). ¿Qué dibuja entonces la identidad de una ciudad? ¿Un edificio como la Torre Eiffel o el Empire State o la suma de los más visibles?
De la misma manera que el horizonte es la línea que une el suelo, o el mar, con el cielo, la lengua inglesa define como skyline ("línea del cielo") el contacto entre lo construido y el cielo. Es en ese amplio espacio celestial donde las ciudades construyen ahora su “postal”; más su tarjeta de presentación que su identidad. Conviene que esa imagen no sea intercambiable. Las ciudades que están desarrollándose con mayor criterio formal —no necesariamente urbanístico ni social— tienen este factor en cuenta.
El skyline por excelencia es el del sur de Manhattan. No en balde, la palabra skyline se utilizó por primera vez en 1896 en Nueva York: era el título de una ilustración del pintor y topógrafo Charles Graham que apareció en el New York Journal. Tras su publicación, la silueta de los rascacielos quedó como definición del perfil de una ciudad, su skyline. Las ciudades empezaron a mirarse desde arriba, como colosos icónicos, y puede que aceleraran el alejamiento de la realidad de abajo. Tanto es así que muchas urbes, como Dubái, difícilmente ofrecen la posibilidad de ver directamente lo que anuncian: las islas con forma de palmera que sus publicidades exhiben.
Dos cosas ayudan a crear una línea de cielo atractiva: la distancia y la orografía. El agua, frente a Manhattan, o el río Huangpu, frente al Distrito Financiero de Shanghái, obligan a coger distancia para contemplar —como hacen cada tarde en la ciudad china— cómo se pone el sol tras los rascacielos del Distrito Financiero. La orografía define, sin embargo, un perfil mucho más exclusivo. Piensen en la Acrópolis —que lejos de rascacielos construye su skyline con templos griegos y olivos— o en las colinas romanas que compiten con las cúpulas como hitos arquitectónicos. En menor escala, el Tibidabo en Barcelona marca el skyline de la ciudad por encima de la Sagrada Familia. Y, siendo una excepción en España, Benidorm ofrece, a lo lejos, una imagen tan densa y vertical como muchas otras urbes del planeta.
Lo que dice de una ciudad coronada por olivos, la historia o el poder económico es una cuestión de altura. En el suelo, hay consenso en que las mejores ciudades siempre han sido las que se han construido a capas, con años, con dudas y con mezcla. Es imposible resumir una ciudad en un edificio o en un skyline. Las líneas de cielo sirven, sin embargo, para soñar. Y también para poder enviar postales.
Babelia
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