Ahora o nunca: descubre el placer de ser turista en tu propia ciudad
¿A cuántos museos, bares, restaurantes o barrios de tu localidad no ibas nunca porque estaban siempre llenos de turistas? Ahora, al menos hasta que vuelvan, ya puedes. Es el momento de enamorarte otra vez de Madrid, Barcelona, Cádiz o San Sebastián.
Se acabó el confinamiento. Salvo fuerza mayor, la calle vuelve a ser la calle. La misma de antes. Bueno, no exactamente: no hay turistas. De momento. España es hoy un paraíso local. Hemos recorrido esos lugares que hasta hace cuatro días eran impracticables, y que es posible que vuelvan a serlo. Aquí una guía de urgencia para este periodo de oasis en cuatro puntos de la península en los que pasear, comer, beber y respirar en sitios a los que antes no se podía llegar ni con la ayuda de una división de los boinas verdes.
Madrid
La capital presenta una estampa alucinante. Tipos haciendo fotos a salas vacías en el Museo del Prado o el Reina Sofía. No hay colas, ni conversaciones a voz en grito, ni la turba que patrulla ansiosa los aledaños. Uno puede ir a la Plaza Mayor y si resiste el shock, transitarla sin tener que dar codazos a ninguna estatua humana. Lo mismo puede decirse de la Gran Vía, o de la Cava Baja, incluso –eso sí, con reparos– de Malasaña.
Museo del Prado. Hay que darse prisa porque las entradas se agotan rápido. Cosas de operar al 30% de su capacidad. Ahora bien, si se va, por ejemplo, en martes se puede visitar uno de los mejores museos del mundo con una tranquilidad inaudita. Algo que probablemente no vuelva a suceder jamás. Salas semi-vacías, silencio de radio y la posibilidad de contemplar ese cuadro que tanto nos gusta sin tener que sufrir la incontinencia visual del que se entromete porque ese cuadro también es para él.
La plaza de Santa Ana. Otro sitio impracticable en periodo de no-pandemia que ahora parece salido de otro planeta. Se puede encontrar sitio sin tener que esforzarse demasiado, no hay batallones de personas fotografiando todo lo que se mueve y hasta se puede pedir tranquilamente unas tapas en la Cervecería Alemana y que el camarero no tenga que sortear a la ONU para llegar a tu mesa. Un auténtico milagro pre-navideño.
La campana. Sí, el tópico madrileño por antonomasia. Su bocata de calamares es tan mítico como la puerta de Alcalá, las colas eran kilométricas, pero ahora apenas hay clientes. Hasta se puede degustar el clásico de la capital en las mesitas, en lugar de esperar una eternidad y comérselo por ahí. Hasta que llegue la marabunta: éxito seguro.
Casa Labra. A dos patadas de la Puerta del Sol. Taberna chiquitita, lugar de fundación del PSOE, abierta en 1860. Imposible hasta antes de ayer consumir nada con tranquilidad, por tamaño y superpoblación. Ahora se puede. Al fondo hay sitio, y también en la entrada. Y uno se puede comer una tapa rica sin tener que ganarse su espacio vistiendo una armadura y soltando mandobles con una espada toledana.
Cádiz
Taberna Casa Manteca. Por culpa de los cruceros, el surf y demás, Cádiz tiene ahora afluencia turística para llenar tres estadios de fútbol. La casa Manteca es un paraíso para los guiris que quieren presumir de haber visto la riqueza del folclore local… hasta ahora. Acaban de reabrir, no hay turistas, las paredes siguen forradas de cantaores, toreros y héroes locales, las tapas siguen siendo monumentos nacionales y es raro que no hayan rodado allí ninguna entrega de Misión imposible porque entrar en la Manteca era precisamente eso. (Re)Abrieron el martes pasado. Está claro, ¿no?
La torre de Tavira. Cádiz está llena de torres como bien saben los gaditanos, pero no todas pueden visitarse y las que pueden visitarse están atiborradas de visitantes extranjeros ávidos de ver la ciudad desde las alturas. Ahora, la casa-Palacio de los Marqueses de Recaño (en la que está situada la torre) vuelve a ser un objetivo asequible para disfrutar de las mejores vistas de la ciudad. Una maravilla.
Mercado de abastos. En la plaza de Las flores, otro de esos sitios que ha sufrido la ira del visitante con ganas de sabor local en forma de enjambres que lo recorren, picando aquí y allí, cámara en mano. Las cosas son distintas ahora, el mercado parece otro, los locales han regresado a pasearse sin aprietos. Además, en ese mismo mercado (y aparte de los atunes espectaculares) han abierto un rincón gastronómico: baretos y garitos con lo mejor de la cocina local. El éxito fue inmediato y era imposible aspirar a comer allí. Ahora sí, se puede.
Barcelona
Las Ramblas. Todo dicho. Las Ramblas, las flores, la Plaza Real, el hotel Oriente (donde acaba de abrir el Gaspart, cuyo dueño ‘amenaza’ con cerrar en cuanto regresen los turistas), el mítico Jamboree con conciertos en vivo para 30 personas. Y sobre todo, el Pinotxo, en el mercado de La Boqueria: garbanzos, bacalao a la llauna, su mítico fricandó. Todo con la sensación de estar paseando solo.
El Passeig de Gràcia. Todo el modernismo que se abre paso en la arteria central del lujo barcelonés es ahora un sitio de aceras anchas, con menos tráfico rodado, en el que se pasea bien y se piensa mejor. No hay turistas con cámaras, ni siquiera en la Casa Amatller o la Casa Fuster. Las terrazas a pie de calle son ahora patrimonio local y hasta los precios se han vuelto razonables. Todo tiene fecha de caducidad, por supuesto. Ah, y las librerías, tanto en Pau Claris (Laie) como en Rambla Catalunya (La Casa del libro).
Can Fisher. El restaurante de moda en la fachada litoral, pasto del turismo más hípster que copaba sus reservas por culpa de un pescado impresionante y los mejores arroces de la primera línea de mar. Ya se puede encontrar mesa. Sigue entrando la brisa marina, el local sigue siendo de los que quitan el hipo, pero ahora el vecino manda. Si hicieran un censo en sus mesas, el Fisher es ahora un restaurante 100% barcelonés.
El Born/Sant Antoni. Si, las mecas hípsters son ahora un oasis hípster. Se puede circular sin que uno se sienta como en los autos de choque. Las tiendas vuelven a abrir, los restaurantes tienen mesa, las plazas parecen más grandes y todo parece distinto. Se ha acabado (momentáneamente) el Apocalipsis turístico que cada noche invadía los barrios en busca de una buena cena o un gran cóctel. Una pausa breve, pero pausa al fin y al cabo.
San Sebastián
La Concha, Ondarreta y La Zurriola y desde Sagües hasta el Peine del Viento. Paseos que antes iban a acompañados de abundante y constante tráfico humano y que ahora pueden hacerse con una tranquilidad absolutamente inesperada. Playitas, agua, brisa, fresquito y mucho silencio. Una Donostia casi inédita. A menos que uno tuviera un DeLorean y volviera a principios del siglo pasado.
Ganbara. Se puede entrar sin temor a morir y poder pedir una tartaleta de txangurro sin tener que batirse en duelo con otros comensales venidos de todos los confines del mundo. El bar más concurrido de la parte vieja es ahora un lugar al que se puede aspirar. Champis, anchoas y lubinas al alcance de la mano. Lujos extraordinarios para la fauna local.
La parte Vieja/Plaza de la Constitución. El paseo de tapeo, los soportales, las terracitas, el atardecer. Sin coderas, sin casco, sin prisas. La riqueza de la gastronomía vasca y el encanto de sus callejuelas en un recorrido que puede hacerse en condiciones de fábula de otros tiempos. El zurito, la caña, el txakolí o el pacharán ya son opcionales.
Portuetxe. Tomarse una carne o un pescado a la brasa en uno de esos sitios que huele a leyenda por todas partes. Las reservas siguen a tope, pero ya no es imposible. Y las mesas son ahora territorio local, nadie va a venir de Londres a comerse nuestro rodaballo o nuestro besugo. Va a durar poco, pero menos da una piedra.
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