La patria doméstica
La madre de Elvira Lindo trasladaba los muebles de casa en casa para mitigar el desarraigo. Su hija lo cuenta en el libro 'A corazón abierto'
Elvira Lindo parece escribir en la calle: ni sentada en un café ni entre las estanterías de una biblioteca. Lindo se siente más de barrio que de libro, como si pensara paseando, metiendo la nariz en las trastiendas, observando no tanto al protagonista como al comparsa, reviviendo las escenas, anticipándolas, esperando a que las cosas pasen. Se lee en sus novelas que camina deprisa y aguarda paciente.
En su último libro, A corazón abierto (Seix Barral) —que es una memoria familiar, o un rescate literario de la memoria de sus padres,— muchos lugares describen sus sentimientos. Y a la vez, los sentimientos de una niña, de su madre, del padre o de una adolescente, se materializan en forma de decoración doméstica, barra de bar con habituales, descampado urbano o poblado del pantano. Esas observaciones contextuales dibujan una arquitectura, y resultan clave para identificar el marco que nos afecta, lo que vemos y dejamos de ver: cómo la ciudad nos hace y cómo los ciudadanos construimos la ciudad.
El padre de Lindo le describía a su madre las mudanzas como descubrimientos: “Cádiz es otra cosa, no se parece a nada. Cómo no te va a gustar Cádiz, mujer. Él le presenta las nuevas ciudades como si fuera un agente inmobiliario o un cronista local: todo son ventajas. A él le apasiona ese griterío desacomplejado, la bulla continua, como si la calle fuera a la vez intimidad y zoco. Si no fuera por el viento, que lo atemoriza y le obliga a refugiarse, este sería su sitio”.
Sin embargo, la patria doméstica de la madre de Lindo no estaba construida de espacios ni de lugares. Estaba formada por cosas: “Ella, cargada de críos y embarazada de nuevo, se refugia en un piso sin calle ni barrio, en un edificio exento y alejado de la ciudad, a merced de los vientos, muy apropiadamente situado en la carretera industrial de Cádiz, y para hacer su nido reproduce en él, con los escasos muebles de su primer hogar de casados, el pisito de Málaga, en el que a su vez ya reprodujo el anterior, y así trata de hacer siempre, creándose una patria doméstica que le haga menos dolorosa la vida nómada”.
La escritora tiene un carácter más cercano al de su padre que al de su madre. Pero valora la soledad. Por eso en lugar de gritarlo a los cuatro vientos lo calla. Observa. Y anota que ve pasillos en lugar de calles: “Cádiz, la abigarrada ciudad que más que calles se diría que se vertebra en pasillos por los que anda la gente como si fueran continuación de una angosta intimidad; Cádiz, siempre agitada, gregaria, bullanguera, tan volcada al exterior que es casi imposible sufrir o disfrutar el mordisco de la soledad”.
Admira la riada “que limpiaba el pueblo de arriba abajo”. Y anota el momento preciso en el que, en su barrio, una terraza se cerraba y se convertía en una galería. “Las señoras de su bloque, en cuanto se quedan viudas, cierran la terraza. Lo dice como si hubiera algo de deslealtad a los maridos muertos. Su bloque, lleno de viudas con las terrazas cerradas con aluminio, y él resistiendo, asomado a su terraza de un segundo piso, elegido así para paliar el vértigo”.
Lindo celebra la arquitectura real y el diseño —gráfico o industrial— que redibuja la vida cotidiana: “Amanda tiene un novio negro. Es el tío que está más bueno de mi barrio. Con diferencia. Cuando los ves por la calle (...) parecen como una aparición, como la escena de una película, como si a su paso transformaran mi barrio en el paisaje de la portada de un disco: es una pareja que sube el nivel porque el resto a su lado no merece mucho la pena, incluida yo”.
También describe la construcción de los mitos y la llegada de las noticias de los barrios desconocidos. Ocurre cuando una persona joven habla con otra mayor. Cuando alguien trabaja fuera de su barrio y puede hablar. La asistenta le cuenta a su madre “historias de un mundo que mi madre desconoce, el de las casitas construidas en mitad de la noche en Vallecas, el de la pobreza suburbana, el del ingenio, el rojerío obrero, la valentía, la supervivencia”.
Finalmente, Lindo convive con naturalidad de ciudadana —es decir, de persona habituada a los cambios constantes que se dan en las ciudades— con la huella, positiva y negativa, del urbanismo: “Tengo 15 años esa mañana que emprendo camino al instituto con la carpeta de apuntes bajo el brazo. Llevar mochila ahora sería infantil. Mi amiga me sale al encuentro como todos los días. Las dos cruzamos los descampados que separan mi barrio del Madrid que se encuentra tras la frontera de la M-30. No tenemos miedo de acortar el trayecto por una zona tan inhóspita. Hemos crecido en un mundo de solares deshabitados y de proyectos de parques a medio hacer. De pronto, no tengo miedo de casi nada”.
Babelia
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