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Columna
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¿Por qué el bolsonarismo no tendrá futuro en Brasil?

Una secta con esa fuerza destructiva y nihilista nunca será la vocación de este país que, a pesar de todos sus defectos, no renuncia a la alegría de vivir en paz

Juan Arias
Manifestación a favor de Bolsonaro
Una manifestación a favor de Bolsonaro, el pasado domingo en Brasilia. Andressa Anholete

Es difícil ser profeta en estos tiempos convulsionados, pero por lo que conozco de Brasil, el bolsonarismo, genuino, el que se nutre en las cloacas del gabinete del odio del clan familiar Bolsonaro no tendrá futuro en este país. Quedará pronto reducido a una excentricidad política que aún podrá crear ruido, pero que no está llamado a ser un movimiento de peso. Acabará siendo marginal en cuanto aparezca una propuesta democrática alternativa capaz de sacar al país de la pesadilla autoritaria y grotesca en que está empantanado.

¿Que en qué me fundo? En el hecho que el llamado bolsonarismo nace de la radicalidad de la política vista como guerra, como enfrentamiento permanente, como muerte más que vida.

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Bueno recordar que el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, descubrió, inspirado en la filosofía griega, que el mundo se mueve entre dos grandes pulsiones: la del eros, que sería el amor por la vida, la procreación, la sexualidad, el placer y el amor, y la de tanatos, que recuerda el dios de la muerte. Es el impulso de la destrucción, de la violencia y del sadismo. Según Freud, el mundo sigue en pie porque el impulso de vida es superior al de muerte. De lo contrario ya no existiría. Nos habríamos autodestruido.

En la política ocurre lo mismo. Hay momentos en que el impulso de muerte y destrucción, el totalitarismo, parece triunfar, pero al final vencen los valores de la vida y la libertad como ocurrió con Europa tras la tragedia de la Segunda Guerra mundial.

Hay países que siempre fueron más proclives a vivir bajo el tanatos destructivo y otros prefirieron crecer bajo la fuerza de la vida y la libertad, que son las claves de la felicidad.

¿Y Brasil? Este es un país que, a pesar de un pasado de bárbara esclavitud que arrinconó en la pobreza y el abandono a millones de personas a su suerte, no pertenece a aquellos proclives a fomentar fantasmas de muerte. Brasil pecaría, si acaso, en ciertos momentos de su historia de pasividad, de servilismo al poder más que a la guerra.

Es un país con vocación, en sus diferentes y ricas culturas, al disfrute de la vida. Un país que no es genéticamente guerrero. De ahí que el bolsonarismo, tal como se presenta hoy bajo la bandera de la violencia y de la muerte, de la política vista como un ring de barrio, no pueda echar raíces profundas.

Me atrevería a decir que el bolsonarismo extremo, el del griterío, que a veces puede asustar, no es más que una de esas sectas fanáticas que nacen y mueren sin dejar huella. Esa política se nutre solo de negatividad. Crea enemigos imaginarios y al final resulta de un infantilismo apabullador.

Esas sectas son destructivas, son buscadoras de contiendas y se alimentan de símbolos de muerte. Basta ver el ataúd que arrastran en las manifestaciones como símbolo de su muerte anunciada. Buscan siempre guerra y pelea porque la paz les asusta. Y cuando no existen enemigos se los crean. Destruyen todo lo que evoca el gusto por la vida, la alegría y la libertad. Por eso no saben ni siquiera lamentar la muerte de la joven negra y favelada, la activista Marielle Franco.

Esas sectas religiosas o políticas necesitan de un mito para suplir su nulidad como manada. Sufren de complejo de castración. Profesan una sexualidad enfermiza engalonada con símbolos que rozan la pornografía.

Cultivan los símbolos de la muerte y de la destrucción porque vivir les da miedo. Su vocación es la satánica de dividir. Actúan en los meandros de la oscuridad que es el reino de la mentira. Cuando no encuentran enemigos se los inventan. Necesitan mantener vivo el diapasón del odio. De ahí que naden con maestría en las aguas oscuras de las fake news.

Son negadores de la compasión. La hiel y lo rancio son el primer ingrediente de sus cocinas. Esas sectas de la muerte acaban al final como caníbales devorándose los unos con los otros. La mayor morbosidad, los mejores orgasmos políticos del bolsonarismo, los constituyen la pasión por las armas y por todo el ritual gestual y simbólico de la guerra.

El dios de esa secta es el de los truenos y los miedos, el vengador, el dios que se complace con la destrucción de los enemigos. Ellos que se profesan seguidores de la Biblia nunca entenderán la emoción de Jesús de Nazaret resucitando a su amigo Lázaro, ni la de ver curado a un leproso.

Al final, toda esa agresividad y hambre de guerra y conflictos del bolsonarismo revelan su incapacidad para la felicidad. Se ahogan en sus propios instintos de destrucción.

Les crea pánico la diversidad sexual porque amenaza su falsa virilidad. Le infunde miedo la ternura porque condena su índole machista. Se sienten mejor a la puerta de un cementerio que ante la cuna de un recién nacido. Sus impulsos de muerte superan siempre a los de vida. Esos buscadores de muerte y pelea se asustan ante los mansos porque en definitiva los desarmados les infunden miedo. Se envalentonan solo ante los débiles porque los verdaderos fuertes, que son los que no temen la muerte, les desnudan de su falsa hombría.

No, una secta con esa fuerza destructiva y nihilista nunca será la vocación de un Brasil que, a pesar de todos sus defectos, no renuncia a la alegría de vivir en paz. Solo podrían imponerla con la fuerza de los blindados de guerra.

Los dos ministros estrellas, el de Sanidad, Luiz Henrique Mandetta, y el de Justicia, Sergio Moro, ambos recientemente expulsados del Gobierno, representan, según los últimos sondeos, al menos casi 60% del consenso popular. Lo que evidencia que el Gabinete del odio se está agotando. ¿Quiénes les quedan? Brasil no está más con ellos.

¿Demasiado optimista? Quizá, pero de pesimismo nuestras gargantas están ya demasiado resecadas.

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