Para Amparo Dávila
Amparo Dávila sigue viva en mi biblioteca, entre Rubén Darío y Francisco Delicado, el uno dedicándole poemas galantes, el otro contándole historias indecentes
Conocí a Amparo Dávila en Montreal, hace más de dos décadas, lo cual para mí es mucho pero para ella nada, porque para Amparo el tiempo enamorado se detiene, cosa de la que ella se ufana en los títulos de sus libros, Tiempo destrozado, Música concreta, Árboles petrificados. Ante la magistral belleza de Cleopatra, Shakespeare hace exclamar a Enobarbo que el tiempo no ha logrado atenuar su encanto ni la costumbre disminuir su variedad infinita. Quien tiene el honor de conocerla, de conversar con ella, de leerla, piensa lo mismo, porque sus cuentos y poemas no pertenecen al momento y al lugar donde fueron publicados, sino esos altos anaqueles que un secreto bibliotecario escoge para la Biblioteca Universal.
Digo que conocí a Amparo Dávila en Canadá, pero no es cierto: la conocí mucho antes, cuando aún vivía en Buenos Aires, cuando descubrí sus cuentos en esa colección del Fondo de Cultura que nos enseñó a nosotros, engreídos adolescentes argentinos, que en ese lugar tan exótico que se llamaba México se estaba haciendo una literatura única, intemporal, profunda, revelatoria, iniciática. Para nosotros no fue El laberinto de la soledad el libro que nos reveló nuestra propia identidad hispano-parlante en el espejo de la identidad mexicana: fueron los libros de Juan Rulfo, de Carlos Fuentes, de Fernando Benítez, de Amparo Dávila.
Para todo adolescente lector, la literatura es física. Yo, fascinado tanto por la escritura afilada y corrosiva de los cuentos de Amparo Dávila, como por la belleza de sus ojos en una foto publicada cierto domingo en el suplemento literario de La Nación, traduje al inglés su cuento “Alta cocina” y me pregunté si Kafka no lo habría leído con envidia. Años más tarde, pude publicar ese cuento en Toronto, en una antología de literatura fantástica, y también adaptarlo para la radio canadiense. Así estuvo Amparo Dávilas en Canadá aún antes de su primer viaje a Montreal.
Hace mucho que no nos veíamos, pero yo la seguía leyendo y releyendo. Hoy he sabido de su fallecimiento, pero no puedo creer que esto haya sucedido realmente. Amparo Dávila (lo sé con certeza) sigue viva en mi biblioteca, entre Rubén Darío y Francisco Delicado, el uno dedicándole poemas galantes, el otro contándole historias indecentes. No sé si las almas en el Más Allá conservan sus habitudes, pero apuesto que ninguno de los dos llegará a hacerla ruborizar.
Querida Amparo: con estas palabras lejanas, quiero decirte mi cariño, mi admiración, mi respeto, mi amistad.
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