Liderazgos naturales
Los grandes fracasados en esta crisis están siendo los “hombres fuertes”, los machos populistas y todos los que emprenden la lucha contra el virus como una confrontación bélica
El liderazgo, uno de los conceptos más propiamente políticos, puede que sea uno de los más difíciles de definir. Con él ocurre lo mismo que decía aquel magistrado del Tribunal Supremo de los EE UU, Potter Stuart, respecto a la obscenidad, que no podía decir qué es, pero que “lo sabía cuando la veía”. Ahora que nos encontramos en condiciones excepcionales en casi medio mundo y vemos las declaraciones y actuaciones de tantos líderes nacionales e internacionales, no podemos evitar aplicar esa misma máxima: ese es un líder, ese no. No me pregunten por qué, pero lo sabemos.
Mi tesis es que bajo las condiciones de la política normal la mayoría de los liderazgos son constructos de las estrategias de comunicación, son impostados. Cuando cambian las tornas y se pasa a condiciones excepcionales, se quedan, sin embargo, desnudos. No hay política de comunicación capaz de sostenerlos. Salvo que, y en esto reside la cuestión, tengan ciertos atributos específicos, alguna condición natural, no inducida, que denote su auténtica estatura. A mí me ha pasado con las declaraciones de Emmanuel Macron o de Angela Merkel, o las de Jacinda Ardern, la primera ministra de Nueva Zelanda.
Hace unos días, Marta Fraile sostenía aquí en un estupendo artículo que las sobresalientes actuaciones durante esta crisis de todo un conjunto de mujeres líderes sacan a la luz la importancia del sesgo de género en el ejercicio del liderazgo. Al menos para hacer frente a problemas que exteriorizan nuestra vulnerabilidad y exigen discursos que acentúen la solidaridad y el cuidado en vez de la beligerancia. Seguro que hay mucho de esto. Los grandes fracasados en esta crisis están siendo los “hombres fuertes”, los machos populistas y todos los que emprenden la lucha contra el virus como una confrontación bélica. Pero si pulimos más la lente con la que los/las contemplamos nos damos cuenta también que hay otra variable no menos importante, la cultura política específica que, para empezar, ha hecho posible que tantas mujeres lleguen al poder. Es el caso de la escandinava o la neozelandesa, también la alemana, donde las pautas de cooperación predominan sobre las de confrontación, esas donde la política —invirtiendo a Clausewitz— es hacer la guerra con otros medios.
Si esta otra tesis es correcta, en dichos países casi cualquier líder —hombre o mujer— habría actuado de forma similar, aunque las mujeres seguro que lo hubieran comunicado mejor —las intervenciones de Merkel, por ejemplo, son sobresalientes—. Pero el liderazgo va de otra cosa también, tiene que ver con la capacidad para, llegado el momento, romper con las inercias y arriesgarse a guiar a los seguidores propios por otro camino, cambiarles el paso cuando así lo exijan las circunstancias. En nuestro caso, por ejemplo, romper con el antagonismo metodológico, hablar de un “nosotros” que no presuponga su enfrentamiento a un “ellos”. No hace falta irse a Escandinavia u Oceanía, lo acabamos de ver en la misma ciudad de Madrid con la actitud del alcalde José Luis Martínez-Almeida y el novedoso —por lo excepcional— discurso de Rita Maestre. ¡Chapeau!
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