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Migrantes en Marruecos: confinados sin pandemia Para los subsaharianos que malviven en el país norteafricano, las restricciones impuestas para contener la covid-19 son algo habitual es su modo de sobrevivir, a veces, durante años, a la espera de cruzar a Europa El mundo entero está a puerta cerrada ahora mismo mientras la pandemia de la Covid-19 se extiende por los diferentes países del globo. Marruecos es uno de ellos y, como la mayoría, ha declarado el estado de emergencia y el confinamiento obligatorio. Es una situación nueva para el grueso de la población, pero ¿qué ocurre con los migrantes que malviven en el país vecino? Ellos apenas notan la diferencia: están acostumbrados a sobrevivir desde el confinamiento, algunos desde hace más de una década. Los migrantes subsaharianos que residen en Marruecos, sobre todo en ciudades fronterizas como Nador o Tánger nunca han podido salir a la calle sin miedo. Incluso estando documentados, son víctimas de redadas policiales para detenerlos y deportarlos al sur del país. Para moverse con seguridad, especialmente aquellos que no tienen documentación, lo hacen alejándose de las calles concurridas. Aprovechan los descampados que hay entre barrio y barrio, o los bosques cercanos a las carreteras. Este es un fotorreportaje sobre su situación, realizado en distintas localizaciones desde 2017 hasta hoy. En la foto, un grupo de migrantes regresa a Boukhalef, en Tánger, tras una jornada de mendicidad. Aquellos que están sometidos a vivir habitualmente en confinamiento pasan el tiempo en infraviviendas, muchas veces a medio construir, como esta de Tánger. Los caseros saben que los migrantes pagan más porque no tienen opciones para solicitar un contrato de alquiler legal sin documentación. Por esto, siempre prefieren arrendar, más caro, a migrantes en tránsito. Sin trabajo y sin posibilidades de tenerlo, los migrantes se ven obligados a hacinarse dentro de las casas para poder pagarlas entre todos. Algunas no tienen ventanas, otras no tienen agua ni cocina; la que tiene agua, cómo esta de la imagen, dispone de un solo grifo para toda la vivienda por lo que beber y lavarse se hace junto al retrete. Pocas cuentan con un mínimo de salubridad. Estas condiciones se mantienen durante el confinamiento, por lo que es imposible mantener una correcta higiene y mucho menos la distancia de seguridad: en una sola habitación duermen siete personas. El impacto de la precariedad al estar encerrados es algo que se repite en numerosos barrios y ciudades de Marruecos. Por ello, muchos migrantes como Mohamadu, camerunés de 27 años, en Rabat, suben a las azoteas de las casas por la noche y usan su teléfono como ventana al mundo. Se informan de la situación en las fronteras, hablan con amigos que ya han conseguido cruzar, con sus familias y tratan de vencer al insomnio viendo vídeos en bucle. Los migrantes aprovechan las noches para ir a visitar a otras personas en sus casas cuando las calles están vacías. Es un riesgo enorme para muchos debido a los vagabundos. Se trata de jóvenes de la zona que viven en la calle y durante la noche atacan a los transeúntes para robarles. Son muy agresivos, ya que muchos se encuentran bajo el efecto de las drogas (pegamento) y les atracan con cuchillos y machetes. Esto ocurre en los barrios y bosques donde habitan los migrantes. En la foto, Mohamadu sale a buscar un saco de arroz a casa de un paisano en el barrio de Takaddoum, que es uno de los más peligrosos de Rabat. Sus compañeros le vigilan desde la azotea. En el caso de las mujeres, en general, y de Cyntia y Sarah en particular, su condición de encierro tiene doble cara. Ambas fueron captadas por la misma red de trata y escaparon juntas hace casi tres años. Tras todo lo sufrido en la ruta y en Marruecos, se encuentran en Rabat y comparten, con escasos medios económicos y con menores a su cargo, un dormitorio en una casa de tres plantas, ocho habitaciones por piso y una media de entre cinco y ocho hombres por cada una. Sin posibilidad de irse a otro lugar, se encierran dentro de su cuarto con llave por miedo a ser nuevamente violentadas. La mayoría de las habitaciones que habitan los migrantes tienen todas las ventanas tapiadas con ladrillos. Así se evita que desde fuera la policía pueda verlos y sacarlos a la fuerza, ya que si así fuera, el casero perdería la renta de ese mes. La falta de ventilación facilita que el moho prolifere en cada uno de los rincones de la vivienda causando problemas de salud a sus habitantes. Esta fotografía tomada en Rabat es un ejemplo de estas estructuras: una pequeña ventana con reja en el tejado es la única apertura de la casa junto a la puerta principal, que debe estar cerrada para evitar que entren los policías y los vagabundos. Bajo la ventana hay tres pisos con habitaciones llenas de gente. Los pasillos hacen las veces de zonas comunes y cocinas. Después de llegar a Marruecos a través del desierto y vivir durante varios años en muy malas condiciones, el cansancio hace mella en la salud mental de las personas en tránsito. En el caso de Serge (nombre ficticio) ha encontrado en el kiff (restos de la hoja de marihuana) y en su pipa una vía de escape a las noches en vela. Fuma en su habitación por miedo a hacerlo en las zonas comunes o en la calle. Sus compañeros no protestan, ya que entienden que él tiene esa necesidad. Serge ha vivido en los bosques de Nador y Castillejos durante meses y ha saltado las vallas que surcan las fronteras de Ceuta y Melilla en más de cinco ocasiones sin éxito, al igual que se ha lanzado al agua en una balsa hinchable sin saber nadar, desesperado por salir de Marruecos. En la actualidad está en Argelia, pues en 2019 fue expulsado de Marruecos durante una redada policial. Pese a que las condiciones de habitabilidad no suelan ser las mejores, tener la posibilidad de hacinarse en una casa es incluso una suerte para muchos, ya que las personas migrantes sin medios económicos no tienen más remedio que sobrevivir en chabolas de plástico, a veces en los descampados de las grandes ciudades y otras en los bosques cercanos a las fronteras, pero en medio de la nada. En este caso, bajo ese plástico verde vivían cinco personas procedentes de Senegal que no pudieron continuar pagando su casa en el barrio de Mesnana. Otra de las razones de vivir bajo los plásticos en un bosque es que desde allí esperas tu plaza en una patera. Carine y su hija pasaron meses en el campamento de Bolingo ("amor", en lengua lingala) con el sueño de cruzar el mar de Alborán. Al final, Carine se cansó, cogió su dinero y se fue a Libia. Prefería morir en el intento que continuar sobreviviendo en los bosques de Marruecos. Allí fue rescatada por Médicos Sin Fronteras en octubre de 2017. Hoy en día, ese campamento aún existe, pero desde el comienzo del confinamiento por el coronavirus se han detinido las redadas policiales. Por desgracia, también las ayudas. Al final, tanto en años anteriores como en la actualidad, el agua sigue pareciendo más segura que la tierra para las personas en tránsito que siguen bloqueadas en Marruecos. En la imagen, un grupo de ocho migrantes se prepara para intentar cruzar el Estrecho de Gibraltar desde Tánger en una balsa hinchable. Más tarde, serían interceptados por la Marina Real Marroquí.