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Columna
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El enigma de la cloroquina

Aun sin estar demostrado que el fármaco funcione, los hospitales lo usan y sus fuentes escasean

Javier Sampedro
En situaciones críticas, un médico está obligado a utilizar todos los medios a su alcance para salvar al paciente.
En situaciones críticas, un médico está obligado a utilizar todos los medios a su alcance para salvar al paciente.Claudio Furlan (LaPresse via ZUMA Press/dpa)

Donald Trump se ha enamorado de la cloroquina. Quizá eso le haga más humano, pero desde luego no le hace un mejor estratega antipandémico. Hace un par de semanas, y para exasperación de sus propios asesores científicos, tuiteó que ese clásico fármaco antimalaria se iba a convertir en “una de las grandes revoluciones de la historia de la medicina”, causando así un desabastecimiento de cloroquina en medio planeta. Su principal asesor científico en esta crisis, Anthony Fauci —una referencia mundial en enfermedades infecciosas—, solo pudo comentar tras el tuit presidencial: “El presidente hablaba de esperanza”.

Pero cuando el presidente habla de esperanza, la FDA (la principal agencia del medicamento del mundo) va detrás, y ya ha emitido una autorización de emergencia para permitir que los pacientes del coronavirus sean tratados con cloroquina y otros agentes contra la malaria. Científicos estadounidenses de peso consideran que esa autorización está basada en unos indicios muy endebles y estorba a los ensayos a gran escala que ha organizado la OMS para evaluar su eficacia, además de minar la autoridad científica de la FDA, pues parece responder menos a la evidencia científica que a los tuits que escapan revoloteando del Despacho Oval. Para colmo, los pacientes de artritis reumatoide, lupus y otras enfermedades autoinmunes necesitan esos fármacos para paliar su dolor.

Todo eso es cierto, pero solo cuenta la mitad de la historia. La otra mitad es que los médicos están probando la cloroquina y sus derivados en medio mundo, incluida España. Como siempre, todo viene de una investigación china con 100 pacientes publicada el 14 de febrero en Cell Reports, que ha sido saludada por algunos científicos como un avance rompedor. De ahí sacó Trump su optimismo, sin citar que el trabajo venía de China, claro. Un estudio francés de menor escala apoyó después los resultados. La cloroquina parece funcionar en el principio de la infección, no después. Los ensayos a gran escala están en marcha, pero el caso es que los médicos españoles ya la están utilizando en sus pacientes, igual que está haciendo todo el mundo, o todo el mundo que puede hacerlo. En situaciones críticas, un médico está obligado a utilizar todos los medios a su alcance para salvar al paciente, al menos con fármacos que, como estos, tienen una mínima probabilidad de tener efectos secundarios relevantes.

Aunque hay métodos sintéticos para producir cloroquina desde cero, lo más habitual es obtenerla a partir de la quinina, un alcaloide blanco y cristalino cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos. La quinina se obtiene de la corteza del quino, un árbol originario de Perú, Ecuador y Bolivia muy conocido por los pueblos prehispánicos por sus propiedades analgésicas y antipiréticas, y solo adaptado contra la malaria cuando los europeos llevamos ese parásito allí. En estos tiempos en que la quinina se ha vuelto oro, resulta que en Perú apenas queda un quino, aunque los jesuitas de la época lo llevaron a España y lo extendieron por el mundo. Recuerden que Carlos V murió de malaria, y la muerte de un emperador mueve montañas. Ahora son los indonesios quienes tienen esos árboles, y quienes suministran la quinina al mundo para fármacos y gin-tonics. Por desgracia, han echado el cierre a las exportaciones.

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