Entramos en el hospital de campaña de Ifema: “Esto parece un campamento militar”
Crónica de la lucha contra la pandemia de Covid-19 en primera línea. Entramos en el frente de Ifema para conocer la batalla contra el coronavirus en este complejo improvisado ante el colapso de los centros sanitarios de Madrid.
“Mamá, no ha podido ser”
Esas fueron las cinco palabras que escuchó por teléfono la paciente que seca sus ojos humedecidos. Aferrada a un pañuelo de papel, frota las profundas ojeras que sobresalen por encima de la mascarilla verde que le cubre media cara. Tiene 69 años y un cuerpo menudo, cubierto con un camisón blanco moteado por lunares negros. Los pies, calzados en unos pequeños zapatos negros y medias a juego hasta las rodillas, reposan sobre un suelo de cemento gris. Junto a una bolsa de plástico que guarda su ropa, permanece sentada en una de las más de 350 camas desplegadas por el pabellón 5 de Ifema, el palacio de congresos y exposiciones de Madrid que se ha convertido en un hospital de campaña a las afueras de la capital de España. Está rodeada de otros tantos diagnosticados con coronavirus. Es el último viernes de marzo de 2020 y ella quiere saber para cuándo está prevista su salida de este recinto ocupado por hileras de cuerpos yacentes conectados a bombonas de oxígeno.
“Mi marido ha muerto el día 24. Tenía 78 años. Lo han incinerado. A mí me llevaron a La Paz el día 18. Empecé a encontrarme mal. Él ingresó después. Estuvimos en habitaciones distintas hasta que a mí me derivaron aquí. Él empeoró. Y recibí una llamada de uno de mis dos hijos. Mamá, no ha podido ser. Esas fueron sus palabras para decirme que mi marido había fallecido. La pena no me la quita nadie. Cuando llegue a casa, no sé cómo actuaré. No sé ni lo que quiero. Me encuentro muy mal, muy triste. El trato que he recibido aquí ha sido excelente. Psicólogos, enfermeros, médicos... No sé qué decir sobre lo que me ha pasado. Disfrutad lo que podáis de la vida, esto se va enseguida”.
Su parte médico está desplegado sobre una manta roja que cubre la cama. Neumonía por Covid-19. Recibió el alta el día anterior. “Estoy esperando desde entonces a que me deriven a uno de los hoteles medicalizados de la ciudad, pero por la hora que es creo que esta noche también la paso aquí”. Una enfermera con un atuendo parecido al de una película de ciencia ficción se aproxima para interesarse por la paciente, que responde: “Ay, si os pudiera echar una mano me ponía ahí con vosotros”.
“La lejía lo mata todo”
Para entrar en el pabellón 5 de Ifema, que ha funcionado hasta el lunes como improvisado hospital de campaña —se han habilitado para el mismo fin los pabellones 7 y 9—, es necesario equiparse con indumentaria similar a la utilizada para enfrentarse a contagiados de ébola. Tras la doble puerta de cristales de la entrada al pabellón se alza una tienda de campaña de color amarillo con siete puestos de vestido y desvestido y desinfección. Todo el que entra y sale para interactuar con los pacientes ha de hacerlo por este puesto de control.
Es viernes, 27 de marzo. Dos días antes de que se vivieran situaciones de caos en Ifema por irregularidades en el protocolo de protección individual de los profesionales, hacinamiento en las zonas en las que esperan para pasar de lugares de equipamiento a los recintos de hospitalización o incumplimiento de las medidas de seguridad en los vestuarios para evitar contagios y la expansión del virus, según una denuncia de CC OO de la que se ha hecho eco EL PAÍS. "Un problema puntual de organización que provocó algunas protestas de profesionales, que el propio coordinador general del hospital, Fernando Prados, ha asumido, y por el que ha pedido disculpas", según la Comunidad de Madrid. Entre las quejas emitidas a lo largo del fin de semana destacan la masificación de pacientes en el pabellón 5, la falta de intimidad entre ellos por la ausencia de paneles y las dificultades para desarrollar las funciones sanitarias en condiciones adversas.
A las nueve y media de la mañana del viernes, Bárbara, voluntaria del SAMUR, flanquea el paso en el puesto de entrada al pabellón 5 con Eugenio, de la unidad NRBQ (siglas de riesgo Nuclear, Radiológico, Biológico y Químico) del mismo organismo de emergencias del Ayuntamiento de Madrid. “Te voy ayudar a ponerte un EPI [Equipo de Protección Individual] que consta de traje, guantes, máscara y pantalla facial”, dice Bárbara, vestida con el mismo atuendo de seguridad. “En este lugar el riesgo viene determinado por un agente contaminante biológico”.
El traje en cuestión es un ligero mono de color blanco resistente a la penetración de partículas sólidas y a las salpicaduras de líquidos. Bárbara cierra con cinta americana el ajuste en los calcetines que sobresalen las botas. La operación completa dura varios minutos. Cada paso se ejecuta con sumo cuidado. Una profesional sanitaria se acerca al puesto de entrada y dice señalando a la máscara facial que le cubre la cabeza por fuera del mono de seguridad: “Perdonad, ¿me podéis cambiar esto? No sé si es de mi talla. Lo estoy pasando fatal”. Eugenio saca otra pantalla de plástico de un gran cubo donde hay decenas de ellas sumergidas en una solución de agua con lejía que rezuma un fuerte olor antiséptico. “La lejía lo mata todo”, dice Eugenio. Y le da una pantalla nueva a la sanitaria.
El reloj, los teléfonos, todo debe quedar fuera salvo el bolígrafo y la libreta. El mono blanco cubre desde los tobillos hasta la cabeza y las muñecas. Bárbara cierra con cinta americana los puños antes de colocar dos pares de guantes azules de nitrilo. “Con esto te costará respirar”, dice tras ofrecer una mascarilla cónica de alto riesgo sobre la cual hay que colocar otra máscara quirúrgica. La pantalla facial, ajustada con una corona que rodea las sienes, termina de proteger el rostro tapando desde la frente hasta el cuello. “Ya puedes entrar en la zona sucia”.
“El sábado esto era un garaje”
El hospital de campaña de Ifema empezó a levantarse hace una semana. Este pabellón 5, con capacidad para más de 350 camas, fue el primero en funcionar. También se han ido habilitando los pabellones 7 y 9, que esperan albergar un total de 1.300 camas en todo el complejo, incluyendo a las del pabellón 5 que dejará de funcionar a lo largo del lunes. “El sábado pasado esto era un garaje”, decía Antonio Zapatero, codirector médico, a las puertas de las instalaciones sobre las que caían los copos de una nevada de primavera. “En los seis días que lleva funcionando hemos registrado 610 ingresos totales, 198 altas, seis traslados a otros centros y dos fallecidos [al lunes siguiente, los datos ascendían a 1.203 ingresos, 445 altas y cuatro fallecidos]. Cuando estemos a pleno rendimiento, esto se convertirá en el hospital más grande de España por número de camas instaladas. Y todo, en una semana. Cuando se llegue a plena capacidad, la idea es ir consiguiendo 100 altas diarias y rellenando las camas que se queden libres. Ifema tiene más instalaciones y se podrían seguir ampliando. La idea es que, durante el periodo de crisis, que entendemos puede rondar cuatro o seis semanas, nuestras 1.300 camas sirvan para aliviar a los hospitales de Madrid, que están sobresaturados”.
Aquel último viernes de marzo, Madrid acumuló 2.277 nuevos casos, 92 críticos y 345 fallecimientos por coronavirus. Las estimaciones para el completo funcionamiento de las instalaciones de Ifema requieren de unos 400 médicos y 400 enfermeros reclutados de hospitales y consultorios, que combinan su labor con las guardias nocturnas que ejercen facultativos de emergencias del SAMUR (Ayuntamiento) y Summa 112 (Comunidad de Madrid). En el montaje de todo el dispositivo, diseñado por la Comunidad de Madrid con el Gobierno central, han participado cerca de 2.000 personas entre sanitarios y efectivos de la Unidad Militar de Emergencias (UME) y del Cuerpo de Bomberos, explica Javier Marco, codirector médico del complejo junto a Antonio Zapatero.
El doctor Marco recuerda que la instalación de oxígeno ha sido uno de los retos para el acondicionamiento de los pabellones 7 y 9, que a diferencia del diáfano pabellón 5 cuentan con canalizaciones subterráneas para llevar directamente oxígeno a cada cama y paneles de separación en los puestos de enfermería. “La instalación nos ha retrasado un poco la apertura del gran pabellón 9. Ha sido necesario hacer conexiones y tuberías que distribuyen oxígeno a todas las estaciones. Hemos tenido trabajando aquí a casi 280 soldadores que han venido de todas partes, tanto del ejército como voluntarios y autónomos que estaban en paro y han colaborado a que todo se haga en tiempo récord. La estructura es similar a un hospital normal. Se compone de estaciones clínicas que atienden a grupos de pacientes, en este caso distribuidos en unidades de 50 camas. Se trabaja por turnos con enfermeros, médicos, auxiliares, una farmacia que surte medicamentos a cada unidad clínica, un gran almacén logístico que dispone el resto de material que no son estrictamente medicamentos... Los pacientes vienen en función de la saturación de los distintos hospitales de Madrid. Llegan por distintos medios. En ambulancias o incluso en autobuses si no están demasiado mal. En la zona de triaje se toman los datos de cada paciente y se asegura que cada uno trae medicación para cuatro días y el informe médico del centro que lo deriva. Se determina en ese instante el grado de gravedad y se le adjudica una cama dentro del complejo”.
Y como responsable de todo esto, Fernando Prados, coordinador del dispositivo mixto de personal sanitario y de emergencias. “Ante esta crisis, nos obsesionaba tener un plan B. Y es este. Para organizar algo así es importantísimo el liderazgo”. Curtido en emergencias como el atentado terrorista del 11-M –que convirtió a estas mismas instalaciones de Ifema en morgue improvisada– y misiones internacionales en Haití, Pakistán y Filipinas, este médico de emergencias de 53 años ha sido viceconsejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid y actualmente ejerce en la sede central de emergencias organizando equipos. “La diferencia con afrontar un atentado terrorista es que dura cuatro días. Esta crisis va a durar más tiempo”.
“No volver”
Una vez pasado el puesto de control, la entrada a la “zona sucia” se lleva a cabo a través de un corredor separado por una cinta del canal de salida. Tras avanzar unos pasos un cartel en el suelo escrito a mano advierte: “No volver”. La inmensidad del pabellón, de más de 10.000 metros cuadrados de extensión y unos 10 metros de alto, está dominada por un silencio atronador. El espacio está iluminado por el resplandor de potentes focos que cuelgan del techo desnudo, dejando al aire los conductos de refrigeración. Se escucha un murmullo lejano cuyo origen resulta imposible de localizar. La mitad izquierda del espacio está ocupada de principio a fin por media docena de hileras de camas para hombres, separadas entre sí por apenas dos metros de distancia. La mitad derecha corresponde a las mujeres. Junto a cada cama, vestida con sábanas blancas y una manta de color rojo, una bombona de oxígeno de metro y medio de altura. La práctica totalidad de los pacientes están conectados a ellas. Más de 350 personas han pasado aquí la noche y empiezan a desperezarse. Por cada medio centenar de camas, un puesto de control hasta completar seis. Cada puesto es un fuerte custodiado por médicos y enfermeros que van de un lado a otro ataviados con sus complejos Equipos de Protección Individual que favorecen la atmósfera distópica. Algunos visten de color naranja; otros de blanco. Todos llevan marcado a rotulador la hora en que han empezado el turno. No pueden pasar más de tres o cuatro horas aquí dentro. Estos monos de protección estimulan la sudoración y a poco que uno se mueva la deshidratación y el mareo pueden hacer mella en cualquier momento.
El carraspeo de un hombre de mediana edad rompe el silencio por un instante. Y el primer aplauso de la mañana, que los sanitarios conceden a la primera alta de la jornada, protagonizada por un señor de edad avanzada. Al final del día, más de una veintena de personas saldrán por su propio pie. Sobre un mostrador del primer puesto de enfermería en la zona de pacientes masculinos hay desplegados decenas de partes médicos. Joaquín, Sergio, Alexis, José, Santos... “¿Faltan contrastes por pasar, no?”, grita un facultativo al otro lado del mostrador. Todo el mundo parece oírse, a pesar de llevar tapado el rostro con varias capas de protección. “Tengo uno nuevo que viene con paracetamol”. El puesto está lleno de partes, vasos con medicación, jeringuillas, guantes, geles desinfectantes... Nadie lleva reloj. Todos han de esperar a ser avisados de que ha llegado su relevo. Mientras tanto, el turno discurre frenético.
“Otro que se va”
Junto al puesto de enfermería, un paciente de 73 años conectado a la bombona de oxígeno se aferra con la mano derecha a una barra de la cama. A los pies, un orinal y una bolsa de basura negra. “Otro que se va”, dice al escuchar de nuevo los aplausos de un grupo de sanitarios celebrando un nuevo alta. El pitido del oxígeno insuflando aire a sus pulmones dificulta oír lo que dice. “De momento todo bien, pero a mí me queda todavía”. A un lado, otro hombre consulta su teléfono móvil. Y muy cerca, un señor de 79 años permanece tumbado con las fosas nasales enchufadas a la bombona. “Empecé esputando sangre. Primero di negativo, pero luego di síntomas de positivo. Vengo de Getafe. La tensión la tengo baja. Lo peor de estar aquí es la soledad, el aburrimiento. Obviamente, no podemos recibir visitas”.
Unos metros más lejos, dos facultativos colocan a un hombre de mediana edad boca abajo sobre la cama. Tiene una bolsa con su ropa sobre las piernas. Está a punto de abandonar la instalación para regresar al hospital del que vino derivado. Ha empeorado durante la noche. Dos celadores lo trasladan hacia la puerta izquierda, zona de ingresos del pabellón, para subirlo a una ambulancia que espera fuera. Por el camino se cruza otro facultativo empujando a una paciente en silla de ruedas aferrada a una pequeña bombona de oxígeno que también va a ser derivada de nuevo a su hospital de origen. Muy cerca de esa puerta, un señor ecuatoriano de 52 años da vueltas alrededor de su cama. Viste con pantalón de camuflaje y lleva tatuados los nombres de su esposa y de su hija. “Empecé hace ocho días con los síntomas. Vengo del 12 de Octubre. Tenía fiebre, tos y dolor por todo el cuerpo. Mi esposa también ha estado así. A ella le dieron el alta hace dos días. Aquí he estado mejor que en el hospital, por lo menos he tenido una cama y me han dado galletas”. Muy cerca, un paciente permanece sentado sobre el catre y conectado a la botella de oxígeno, sin pijama y sudando fiebre envuelto en unas sábanas blancas a modo de sudario bíblico.
“Me siento muy necesitado”
A lo largo de la mañana se suceden los aplausos cada varios minutos. Imposible saber cuántos. La noción del tiempo se pierde aquí dentro. El octavo aplauso de un alta es para un desempleado de 47 años y originario de Rabat, la capital de Marruecos. Lleva varios años viviendo en Madrid, está casado y tiene tres hijos. “Solo quiero volver a abrazarles, pero voy a tener que esperar otros 14 días por lo menos aislado en casa”, dice de camino al pasillo de salida del pabellón. “He tenido miedo por mí y por mis hijos”. Cerca del corredor de salida, un ingeniero de mediana edad yace sobre una cama con la camisa del pijama abierta. Tiene el pecho al desnudo, los ojos hinchadísimos y está conectado al oxígeno. Junto a él, un libro: El filo de la navaja, de Somerset Maugham. “No he tenido todavía fuerzas ni para empezarlo”, dice a duras penas. “Aquí te tratan muy bien, como si fueras un hijo. A mi mujer, que también está en este pabellón, le acaban de dar el alta. A ver si se acaba esto de una vez”.
Se aproxima un sanitario. Es Paco, de 60 años y 34 de experiencia como médico. Trabaja en el centro de Salud Sanchinarro. Me da una orden porque voy igual de vestido y tapado que él, algo que pasará a menudo a lo largo del día. “¿Eres o no eres?”, dirá otro colega más tarde. “¿Estás en la cama 14 o en la 15?”, preguntará otro. “¿Tú eres el que está anotando quién entra y quién sale?”, grita otro al ver las notas del cuaderno. Paco cuenta que nunca pensó ver algo como esto en su vida. “Me formé en el Gómez Ulla, pero no había vivido esto jamás. Trabajo en un puesto para 67 camas. Estos días me siento muy necesitado. Esta crisis nos está demostrando que la humanidad es una millonésima parte de nada. Un microorganismo es capaz de vencernos. Deberíamos ser más humildes”.
“Hemos diezmado la Sanidad Pública de este país”
Al otro lado del puesto de Paco, una enfermera retira los pañales a una mujer de edad avanzada. Todo se hace al aire. Todo se ve y se oye. El sufrimiento, los cuidados, la curación y la muerte. La mujer, de pie y en silencio, espera a que la sanitaria termine de limpiarle y colocarle unos nuevos pañales. A lo lejos se escucha el trasiego impenitente de bombonas de oxígeno que retumban como campanadas al tocar el suelo. Más camas. Más pacientes. La hilera no termina nunca. A mitad de camino, en la puerta de la izquierda, hay una entrada a las duchas de campaña instaladas por la UME y recién abiertas fuera del pabellón. Al fondo, a ambos lados de la cocina, están los baños, separados por sexos. El de caballeros está reluciente. Sale de dentro secándose las manos un señor de 71 años que acaba de recibir el alta. Lleva la camisa abierta y una mascarilla cubriéndole el rostro. “Teníamos un país que era de lo mejor en Sanidad Pública, pero lo hemos diezmado regalando a amigos de lo ajeno y rompiendo su estructura”.
Unas camas más allá, un paciente de 93 años está sentado sobre la cama con el oxígeno conectado a la nariz y la mirada perdida al horizonte. Viste un camisón y se calza unas babuchas a cuadros. “No tengo a nadie”, susurra. “Estoy aquí porque no tengo adónde ir. Estoy desamparao”.
“Nos ha pillado el toro”
En la zona de mujeres, una paciente se acurruca en la cama bajo la manta roja. Es una médica madrileña y tiene 48 años. Vino anoche a este pabellón, derivada de Aranjuez. “Me impresionó llegar de noche, todos en fila, con nuestra ropa en una bolsita, con la documentación en la mano... Un poco triste. Todavía tengo cansancio y fatiga. Creo que en materia sanitaria no se ha hecho caso a los que estamos todo el día viendo pacientes. Si estás viendo que en China y en Italia se está montando la de Dios tienes que anticiparte. En España nos ha pillado el toro”.
Mientras la médica reflexiona en voz alta cruza por su lado una paciente en silla de ruedas que empuja una sanitaria vestida de naranja. En la esquina cercana del pabellón, un amasijo de decenas de bolsas de color rojo con distintivo de biorriesgo esperan a ser retiradas. Al lado, una incontable colección de bombonas de oxígeno vacías. Por el suelo se suceden puestos de electricidad para recargar móviles y tabletas electrónicas, tabla de salvación para los que hacen videollamadas a sus familiares y matan el tiempo como pueden. Muy cerca, una mujer de piel muy pálida, yace postrada en la cama. No puede abrir los ojos, ni mucho menos hablar. Hay cerca otras pacientes en estado parecido. Y una mujer de origen brasileño de 35 años que trabaja como auxiliar en una residencia de mayores en Valdemoro. “Me gusta lo que hago, cuando me cure volveré a la residencia”. Y cerca, una señora venezolana de 56 años. “Esto parece un campamento militar, es como la luna, como marciano. Pero gracias a Dios me trajeron acá, en el 12 de Octubre la gente estaba en sillas”. Y otra señora canaria, de 87 años, que viene del Hospital Puerta de Hierro, dice: “Es la primera vez que estoy en un sitio como este. Son muchas camas para las personas que hay atendiendo”.
“Aquí ha muerto gente”
Rompen unos aplausos en un puesto de enfermería cercano. La paciente que recibe el alta tiene 74 años y lleva aquí cinco días. Un corro de sanitarios la despide. Entre ellos, Pilar, auxiliar de enfermería de 51 años que trabaja en un centro de salud. “Aquí no hay categorías, hemos entrado todos desde cero, provenientes de nuestros puestos en otros centros. Los principios han sido duros, ahora está todo más organizado. Pensé que encontraría a gente malita más mayor. Hay muchos pacientes que no son tan mayores”. Al lado, una compañera se emociona al despedir a la mujer que ha recibido el alta. “Aquí ha muerto gente”. Manuel, celador de 40 años, conducía como autónomo dos coches VTC y ha tenido que dejarlo por la crisis desatada con la Covid-19. Seguía en la bolsa de trabajo y ha sido llamado a filas. “Llevo desde el lunes aquí. Lo más duro es que la gente está aislada de sus familiares. Son muchas camas y te trasladan su sufrimiento”.
Debe de ser la hora del almuerzo porque llegan unos carritos cargados de bandejas con comida. El reparto no contenta a todos. Una señora me pide una naranja que no puedo darle. Su vecina come el contenido de la bandeja mientras dice en voz alta: “Lo que no se puede hacer es montar esto habiendo hospitales privados cerrados”. La mujer que no está contenta con el almuerzo cuenta que ayer les dijeron que quizá el Rey Felipe VI vendría a visitarles. Pero el monarca solo acudió a inaugurar las muy distintas instalaciones vacías del vecino pabellón 9 antes de su apertura.
En el puesto de la zona de mujeres más cercano a la puerta principal del pabellón, Rocío sigue con su rutina. Lleva con rotulador escrito en el mono de trabajo que ha entrado en el turno de las 15.36. Tiene 44 años y trabaja como auxiliar de enfermería en un centro de salud. Dice que para ella los días más duros han sido el primero y hoy. “Lo veo muy negro, muy triste. Estoy cansada, pero de aquí”, dice tocándose la cabeza por encima de la máscara facial. “Ojalá me equivoque, pero cuando esto pase nos van a dar por culo a los sanitarios”. Fuera del pabellón 5, ha dejado de nevar.
“Partíamos de una situación límite”
El pabellón 9 del hospital de campaña de Ifema es muy distinto al 5. Lleva un día funcionando y por la tarde ya alberga a más de 200 pacientes. Hay 15 controles de enfermería con 50 camas cada uno. Hasta 750 personas van a poder ser atendidas con 14 camas de cuidados intensivos, ampliables hasta otras 60. En el pabellón 7 hay 11 controles para un total de 550 camas (hasta 30 de ellas, para cuidados intensivos) donde han sido trasladados los pacientes del pabellón 5 a lo largo del lunes. En estos pabellones hay paneles separadores y una toma de oxígeno en cada cabecera gracias a las conducciones canalizadas bajo el suelo. Los baños de barracón militar han sido montados por la UME y las instalaciones cuentan con radiología. Al caer la tarde, el ambiente dentro del 9 es bastante más silencioso y menos caótico que en el 5.
Los pacientes yacen en silencio tumbados sobre sus camas. En uno de los cinco controles de enfermería activos, todo parece más ordenado a pesar de que los sanitarios están estrenando las instalaciones. Los EPI que hay que llevar aquí dentro son más laxos. Nada que ver con las férreas medidas de seguridad necesarias para entrar en el pabellón 5 y salir de él, lo que formó parte de los conflictos del pasado fin de semana según las denuncias sindicales recabadas por este periódico. Todo el personal viste aquí del mismo color verde. Impera el silencio y las estruendosas toses de algunos pacientes. Jorge tiene 40 años, es médico en un centro de salud y quiere dejar un mensaje: “Los hospitales están muy saturados y esto es una vía de escape, pero no dejemos de atender aquello. Partíamos de una situación límite de recursos frente a esta crisis. Y tampoco somos un país fabricante de test y respiradores que tanta falta hacen para hacer frente al coronavirus. No somos alemanes. Cuando yo llevaba un tiempo viendo casos en mi centro de salud, la gente seguía en las terrazas de los bares. Y en la Comunidad de Madrid, la mitad de los muertos estaban en las residencias de mayores. Habría que analizar muchas cosas de todo lo que ha pasado”.
En una de las camas reposa un paciente de 55 años que ha trabajado varios lustros como sobrecargo en una aerolínea. Le queda poco para la jubilación. “He llevado italianos sin parar durante semanas en los vuelos. Y la compañía no nos daba mascarillas, solo unos guantes. Decían que no era importante llevarla. Estuve trabajando el último mes sin ellas. Y aquí estoy. Me han traído del Gregorio Marañón. Pasé dos días en una silla de urgencias. Lo que más me apetece es jubilarme”.
En otro puesto de control, Pilar, auxiliar de enfermería de 27 años, comenta detalles de organización con sus compañeras. No libra desde el domingo pasado, cuando entró al pabellón 5. Hoy es su primer día en el pabellón 9. “Los EPI allí son más buenos, pero aquí está todo más controlado. Eso sí, los pacientes nos piden cosas que no podemos darles. Faltan compresas, cepillos de dientes, geles... Espero que vaya llegando todo”. Fuera del pabellón, haciendo cola para cambiarse, los que van llegando son los facultativos del SAMUR y el Summa 112 que harán la guardia del turno de noche. Decenas de hombres y mujeres dispuestos a entrar una vez más en el frente de Ifema.