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Visita a un centro de reinserción de jóvenes delincuentes en Ciudad Juárez

En el Cersai reside medio centenar de adolescentes condenados por asesinato, homicidio, violación o secuestro. Fuera les esperan de nuevo el crimen, la droga y las balaceras. Dentro, algunos luchan por redimirse y rehacer sus vidas aunque parezca una quimera

Steve Halama (Unsplash)

Jacob pulsa el play del radiocasete y empieza hablar cuando la melodía, una base para hacer hip hop, comienza a sonar. “Mirad: hay que hacer barras de cuatro frases. Decid lo que sintáis, lo que penséis o lo que echáis de menos de afuera. El rap es para eso”, dice. Le escuchan seis chavales con historias delictivas que pasan sus días, junto a otros 40, en el Centro de Reinserción Social para Adolescentes Infractores (Cersai) de Juárez. La ciudad está situada en el norte de México, junto a la frontera con Estados Unidos y perteneciente al estado de Chihuahua. Son muchachos condenados por violación, homicidio o secuestros en una urbe muy dada a los crímenes: fue la más peligrosa del mundo durante cuatro años (del 2009 al 2012), los narcotraficantes se disputan esquinas y locales, allí se acuñó el término feminicidio por la cantidad de asesinatos a mujeres durante las pasadas dos décadas (a una media de 300 anuales en los peores años). En todo 2019, solo hubo siete días sin ejecuciones en sus calles.

Los chavales que escuchan a Jacob inician sus composiciones y sus primeras letras hablan de libertad, de vivir entre barrotes, de fumar marihuana entre amigos, de mujeres, de cómo lo echan todo de menos encerrados allí. Algunos solo llevan unos meses. Otros han pasado años. Actualmente, las leyes del estado de Chihuahua limitan las penas a cinco años de prisión a adolescentes infractores, tres en caso de que el condenado tenga menos de 16. Y los que viven encerrados en el centro (todos varones, salvo una mujer) han tenido suerte; las otras opciones para reclusos en la ciudad resultan mucho más crueles y mucho menos amables.

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La actividad con Jacob, un taller de rap, la pueden disfrutar habitualmente una vez a la semana cuando un puñado de trabajadores y voluntarios de Desarrollo Juvenil del Norte llevan este y otros entretenimientos a los internos. Esta es la entidad que facilita la visita al centro, donde no se permite tomar fotografías, antes de que la entrada de invitados —familiares, amigos o los propios animadores de la ONG— quedase prohibida temporalmente debido a las medidas de confinamiento para prevenir la expansión de la actual pandemia de coronavirus. 

Juan (nombre ficticio) tiene 19 años y fue sentenciado a cuatro años de prisión por violación. “Fue la madre de ella, una prima, que me denunció. Quiero ir fuera, con mis amigos”, cuenta. Juan, como otros condenados por violación, uno de los delitos más comunes aquí, defiende con rotundidad su inocencia. “Ella me llamó, quedamos en una casa y pasó lo que tenía que pasar, pero ella consintió. Lo que me ha pasado a mí es injusto”. Después cuenta la vida de su barrio. “Mis amigos toman droga siempre. Yo no, solo marihuana. Puedo estar en un cuarto y ellos tomando éxtasis o cristal. La colonia donde vivo resulta muy peligrosa. Había un hombre, un borracho, que dormía en la calle, pero no hacía daño a nadie. Lo tirotearon y lo dejaron ahí, a la vista de todo el que pasaba. Y es así siempre…”.

Criarse entre tiroteos

No es fácil vivir si has nacido en los barrios humildes de Ciudad Juárez. La droga, la delincuencia o las balaceras son el pan de cada día para sus habitantes. Los jóvenes, que ven en el narco una forma fácil de escalar socialmente, de generar ingresos rápidos, de ostentar poder, no viven exentos a estos peligros. De acuerdo con los datos de la Fiscalía General del Estado (FGE) de Chihuahua, 1.300 menores de edad fueron detenidos en los primeros ocho meses del 2019, alrededor de 120 al mes. La FGE indica también que, desde enero del 2018 hasta agosto del 2019, la violencia se cobró la vida de 48 menores en las calles de la ciudad juarense.

Francisco Cervantes, un joven de 29 años que comanda el grupo de voluntarios y trabajadores sociales sabe mucho de violencia, de narcomenudeo, de vivir en la fina línea que separa la vida de la muerte, de cárteles y de grupos criminales organizados. Él formó parte de uno de ellos. Trabajó como psicólogo, término que se utiliza para designar a la persona encargada de arrancar confesiones a secuestrados, a miembros de clanes enemigos. “Cuando estás metido en broncas no consideras el futuro. Cuando sabes que te pueden matar en cualquier momento”, sentencia.

120 menores de edad son arrestados todos los meses en Juárez y unos 50 fueron asesinados en las calles desde enero del 2018 a agosto del 2019

Francisco era un adolescente normal: un poco rebelde en la escuela, allí conoció a una muchacha de la que se enamoró. Y pasó algo que le condicionó sus primeros años de vida. “Una noche salió para una fiesta con unas amigas y desapareció. La encontraron a los pocos días tirada y golpeada. No estaba muerta, pero sí inmóvil. Me llamó su mamá y me dijo: Lili está en el hospital. Fue duro verla tan maltratada, tan… Fue muy duro, muy duro. Estuvo con los doctores una semana y después falleció”.

Era la época de los feminicidios diarios, de las violaciones impunes, del maltrato a las mujeres como regla general. “Me dio un arranque de ira y me desquicié. Me prometí que encontraría al tipo que hizo eso y que lo mataría. Así que empecé a buscarlo, a recorrer los barrios… Levanté a uno, me lo llevé y lo torturé como por un día. Y ese fue el primero, y luego un segundo, un tercero, un cuarto…”. La consecuencia fue lógica: un día fue a él a quien capturaron. “Me metieron en una casa y me dijo un hombre: eso que andas haciendo lo vas a repetir para mí. Tenía 14 años y, por miedo a que me mataran, accedí”.

El Juárez de los últimos años se explica a través de la vida de Francisco: dejó la escuela, desapareció de su casa y se puso a hacer de psicólogo para un hombre que se ganaba la vida vendiendo droga. Lo hizo desde los 14 hasta que, con 17, una balacera volvió a cambiarle la vida. “Yo me escondí debajo de un carro, pero vinieron unos tipos, nos tirotearon y mataron al patrón. Fue la oportunidad para alejarme de todo ese desmadre. Agarré mis cosas y me fui solo, sin nada entre las manos, completamente vacío, con lo puesto. Fue mi último día como agente”.

Encerrado desde los 16

Manuel (nombre ficticio) acude a la cita con los juegos de mesa que han llevado Francisco y los suyos al correccional. Tiene 20 años y vive encerrado desde poco después de cumplir los 16. La razón: asesinó a otro joven que le debía dinero. Demasiado acostumbrado a convivir con drogas, con violencia extrema, con una familia desestructurada, Manuel, que afirma a modo de justificación que ya había ido en varias ocasiones a cobrar su deuda sin tener una respuesta satisfactoria a cambio, acuchilló a otro chaval como él hasta que acabó con su vida. “Claro que me arrepiento, pero lo que pasó, pasó”, afirma hoy en el Cersai instantes antes de ir a la mesa de juegos que han preparado Francisco y los suyos y de sentarse a disfrutar de las dos horas aproximadas de relajación.

Cuando estás metido en broncas no consideras el futuro. Cuando sabes que te pueden matar en cualquier momento

A Claudia (nombre ficticio), la única niña encerrada, también le gustan los juegos. A ella la condenaron por secuestro. Como muchos en estas cuatro paredes, defiende su inocencia, afirma que fue su madre quien retuvo contra su voluntad a un hombre para conseguir una cuantiosa suma de dinero. “Bueno, me tratan bien, obvio estoy mejor fuera, pero aquí me tratan bien. Ya me queda menos para salir”, señala.

Las historias como las de Manuel o Claudia resultan demasiado comunes. Y las opciones cuando salen del Cersai también: reincidir en su delito o intentar labrarse otro camino. Pero esta última opción no siempre resulta sencilla: muchos empleadores en Ciudad Juárez piden un pasado libre de antecedentes penales y las pandillas que se dedican al narcotráfico no siempre aceptan un no por respuesta de un ex miembro.

Un millón de menores de edad entre rejas

El Fondo para la Infancia de Naciones Unidas (UNICEF) estima que hay más de un millón de niños y adolescentes encarcelados en todo el mundo. Denuncia, además, que muchos están encerrados en condiciones decrépitas, abusivas y humillantes y sin contacto regular con el mundo exterior. A menudo, además, no se respetan los derechos recogidos en la Convención sobre los Derechos del Niño: "Los niños acusados de incumplir la ley no deben ser asesinados ni torturados, ni sufrir tratos crueles; tampoco se les debe encarcelar de por vida, ni encarcelarles con los adultos. La prisión debe ser siempre el último recurso y se aplicará sólo durante el menor tiempo posible". La ONG Human RightsWatch ha denunciado en diferentes informes y ocasiones que, pese a la prohibición expresa del Derecho Internacional de sentenciar a muerte a menores de edad (así como la cadena perpetua sin posibilidad de revisión), esta práctica sigue vigente en numerosos países como Irán, Arabia Saudí, Sudán, Yemen o Nigeria.

Francisco Cervantes recuerda un caso que le ha marcado. “Trabajé con un chavito, tendría 16 años, durante seis o siete meses. Llevaba dentro un año y medio por asesinato. Mató porque era requisito para estar en la pandilla. Vivía y mataba por ellos”, explica. Aquel muchacho aprendió a leer en el centro de reinserción, terminó sus estudios escolares allí, pensaba incluso en estudiar una carrera. “Pero conforme más cambiaba, más se daba cuenta de que iba a encontrar un problema grande al cumplir su castigo. El grupo ya le había dicho que lo esperaba. Y ahí, una vez que entras, es muy difícil salir”.

A pocos días de volver a vivir en libertad, el muchacho habló con Francisco y le confirmó que quería abandonar la calle, la violencia, las pistolas. “Su jefita (madre) me dijo que se había puesto muy contenta porque iba a tener a su hijo en casa. Pero no le dio tiempo. A los tres días de salir fue a hablar con el patrón para informarle de que iba a abandonar esa vida, de que iba a dejar la pandilla y a buscar la manera de salir adelante. Apareció muerto a las pocas horas. Lo mataron el 23 de diciembre de 2018, a las vísperas de Navidad”.

Jacob, Francisco y el puñado de voluntarios que los acompañan recogen los juegos de mesa, el radiocasete y los demás artilugios y se despiden de los chavales, que han pasado dos horas de risas, de carcajadas, olvidando un presente duro fruto de un pasado con un sendero demasiado marcado. “Son chavos. Los ves ahí, como malos, tatuados… Y de repente les llevas juegos de niños y mira... Regresan a esa etapa de infancia”, indica Francisco.

Ya al volante de la furgoneta, dejando atrás el Cersai y a todos los chavales, sentencia. “Los jóvenes son el reflejo de lo que nosotros estamos permitiendo que suceda en la ciudad. Si todo el mundo te señala y afirma que eres malo, que eres la escoria del mundo o que andas mejor muerto, pues terminas por pensar eso. Y nosotros creemos que la gente debe de tener la opción de transformarse”.

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