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Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El temerario Johnson

El Reino Unido ha perdido un tiempo vital para responder a la pandemia, y ha aprendido la dolorosa lección de que, a todos los efectos, dejó hace tiempo de ser una isla

Discurso televisado de Boris Johnson, ante el avance del coronavirus.
Discurso televisado de Boris Johnson, ante el avance del coronavirus.Andrew Couldridge (REUTERS)

Boris Johnson cayó en la trampa creada por su propio discurso, la idea de una nación excepcional y diferente al resto, y se ha visto arrollado por la pandemia del coronavirus.

Parte de sus errores y recelos en la respuesta inicial respondieron al miedo al hundimiento irreparable de la economía del Reino Unido o a la subestimación del peligro al que se enfrentaba el país. El primer ministro británico optó por un temerario e infundado optimismo voluntarista y por la asunción de riesgos planteada por unos cálculos científicos, cuestionados de inmediato por los expertos, que ignoraba la regla básica de cualquier dirigente político: la seguridad colectiva exige mucha más prudencia y realismo que la seguridad individual. No basta con ajustarse a la hipótesis más conveniente ante una amenaza imprevista. Es necesario responder al peor de los escenarios posibles.

La situación es una tormenta perfecta en un país que ya arrastraba años de incertidumbre sobre su futuro. La llegada del virus ha coincidido con la del Brexit, y ha condicionado la capacidad de actuación de un Gobierno convencido de que había “recuperado el control” de sus decisiones, como aseguraba el manido eslogan de los euroescépticos. Cuando solo se tiene un martillo, todos los problemas parecen clavos. La arraigada creencia entre muchos conservadores, Johnson el primero, de que la democracia liberal británica no podría soportar restricciones de derechos fundamentales como las impuestas en otros países europeos ha pesado a la hora de decidir adoptar medidas drásticas como el confinamiento de la población.

Pero, sobre todo, el mayor error ha sido el desprecio a la política y el ensalzamiento de los análisis técnicos, por muy descabellados que fueran, impulsado por el asesor estrella de Downing Street, Dominic Cummings. Hasta los asesores científicos más prestigiosos —y los profesores Chris Whitty y Patrick Vallance, al frente del equipo de respuesta del Gobierno, lo son— corren el riesgo de ajustar sus conclusiones al agrado del oído de Johnson. La teoría de la inmunidad de grupo, según la cual era necesario permitir el contagio de un 60% de la población para frenar el virus, fue un desastre de comunicación del que las autoridades británicas se arrepintieron de inmediato. Igual que la búsqueda constante de la complicidad de la población para que se adoptaran voluntariamente las recomendaciones oficiales. Los pubs y restaurantes repletos de gente el pasado fin de semana fueron la demostración de que la estrategia no estaba funcionando.

El Reino Unido ha perdido un tiempo vital para responder a la pandemia, y ha aprendido la dolorosa lección de que, a todos los efectos, dejó hace tiempo de ser una isla.

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