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Columna
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La despedida de un traidor

El fallecimiento de Ernesto Cardenal invita a reconsiderar la degeneración de un levantamiento popular que fue uno de los episodios más relevante de la segunda mitad del siglo XX

Juan Jesús Aznárez
Simpatizantes de Ortega invaden el funeral de Cardenal para gritarle “traidor” mientras un grupo de amigos cercanos protege el féretro.
Simpatizantes de Ortega invaden el funeral de Cardenal para gritarle “traidor” mientras un grupo de amigos cercanos protege el féretro.Carlos Herrera

El duelo de tres días por la muerte del sacerdote y político Ernesto Cardenal, aparentado en Nicaragua por Daniel Ortega y Rosario Murillo con un laudatorio epitafio, hubiera debido ser decretado muchos antes, cuando el sandinismo optó por perseguirle, acelerando la trasformación de la revolución en autocracia. El fallecimiento del poeta comprometido con la justicia social y la utopía invita a reconsiderar la degeneración de un levantamiento popular que fue uno de los episodios más relevante de la segunda mitad del siglo XX. La revolución sandinista acabó con una dictadura dinástica al servicio de Estados Unidos y se colocó, junto a la revolución cubana, en el imaginario de la izquierda latinoamericana.

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Teólogo, escritor y ministro de Cultura en el Gobierno revolucionario, protagonizó disputas con Murillo que trascendían las relacionadas con el control del mundo de la cultura para adentrarse en los vericuetos de las vanidades y el poder. La pareja presidencial arrolló a Cardenal con jueces venales, sometió a detención domiciliaria y le afrentó en la sepultura rindiéndole honores. “Toda revolución nos acerca al Reino de los Cielos, aun una revolución perdida.”, escribió el religioso en sus militantes memorias.

El cinismo es derecho consuetudinario en el universo de las transacciones políticas y doctrinarias, pero en el caso del cura de la Teología de la Liberación abroncado por Juan Pablo II, el amedrentamiento de las turbas oficialistas que irrumpieron en sus funerales destapó las vergüenzas de las alabanzas oficiales. Al no poder llamarle sicario del imperio, le llamaron judas, como a los comandantes que abandonaron la dirección del Frente Sandinista de Liberación cuando el liderazgo colectivo fue reemplazado por la sumisión a Ortega y Murillo.

Más allá de la camaradería del Foro de Sao Paulo con los autoritarismos de vena marxista, el hostigamiento a Cardenal abrió un brecha en la adhesión de los grupos cristianos y de la izquierda internacional, que habían encontrado en el triunfo sandinista de 1979 la hoja de ruta del activismo civil y miliciano contra terratenientes y caciques: la coalición con campesinos y obreros, cuyas aspiraciones eran la salud, la nutrición y la educación. Un torrente de escritores y creadores, Günter Grass, Graham Greene, Cortázar, García Márquez o Harold Pinter, llegó a Managua en los ochenta y noventa para abrazar la causa.

El fundador de la comunidad Solentiname, libertaria residencia de campesinos, pescadores, artistas y revolucionarios en armas, desafió al papa Wojtyla, renunció al sandinismo bastardeado y al catolicismo vaticano para preservar la insurrección de su conciencia y la fe en el Cristo del madero.

Hubiera sido interesante escuchar el juicio de los poetas norteamericanos Ferlinghetti y Gingsberg sobre la persecución del semejante que nunca quiso ser un intelectual orgánico; Alberti, Roberto Matta, Benedetti o Saramago le hubieran despedido arriesgándose a que les gritaran ¡fuera traidores!, como hicieron con el trapense, cuyo principal pecado fue creer que el compromiso ético era más poderoso que la adicción al poder, una enfermedad incurable.

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