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Columna
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La atrofia latinoamericana

La desconfianza en las instituciones responde al pésimo funcionamiento de la justicia y la seguridad

Juan Jesús Aznárez
Militares armados en el interior del Congreso de El Salvador.
Militares armados en el interior del Congreso de El Salvador.VÍCTOR PENA (REUTERS)

La sucesión de crisis y fracasos parece avalar el convencimiento de Octavio Paz de que la única contribución de América Latina a la historia del pensamiento político ha sido la figura del caudillo. La conversión de la inteligencia colectiva en juicio crítico sobre la debilidad del institucionalismo y la integración de esfuerzos es tan raquítica como remota la armonización de un subcontinente contradictorio, carente de identidad propia y ciudadanía regional. Cuando suponíamos que la paz de los cementerios de la dictadura había asentado a Chile como guía, la desprotección frente a las desigualdades, la inseguridad y la corrupción igualan a repúblicas cuyos primeros pensadores apenas contribuyeron a forjar una civilización latinoamericana porque su producción intelectual era subalterna, tributaria del atraso español y la academia europea. Las culpas no son de EE UU sino propias.

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La irrupción del presidente de El Salvador en el Congreso con un pelotón de militares fue la última astracanada constitucional de unas élites políticas y económicas poco ilustradas, que ignoraron la Revolución Industrial, y en 200 años de vida independiente fueron incapaces de erradicar los absolutos políticos y la digresión. La voracidad gringa, los sofismas y las secuelas de los Estados oligárquicos frenaron la consolidación de democracias liberales y la vertebración de ideas. El corolario es tan dañino como los espadones de los años setenta, las crueldades capitalistas, y las conspiraciones antidemocráticas de las miniaturas que sueñan con parecerse a Getúlio Vargas, Perón o Fidel Castro.

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Como los símbolos, las creencias, las procesiones y el folclore son también cultura política, los sermones evangelistas alcanzaron los palacios de Gobierno de Brasil y Guatemala, coaligados con la tropa de demagogos que galopa por América Latina a caballo de la ignorancia y el descontento. Los Estados de bienestar pueden embridarles, pero cuando son frágiles y no satisfacen necesidades básicas, charlatanes y tiranuelos camuflados aprovechan las urnas para mangonear en democracias disfuncionales o autoritarismos que destruyen la separación de poderes.

La desconfianza en las instituciones responde al pésimo funcionamiento de la justicia y la seguridad. Esa desafección vincula con los males estructurales detrás de las revueltas chilenas, el campeonato de asesinatos de México, el trile argentino y los fascistoides exabruptos de Brasil.

La carta de 1830 de Simón Bolívar al general Juan José Flores es elegía y vaticinio sobre la patria ingobernable, la aglomeración de necios sin capacidad alguna para administrar y los estallidos populares que instauran despotismos. “Lo único que se puede hacer en América es emigrar”. Cerca de 30 millones de sus habitantes lo hicieron empujados por los desgobiernos, hartos de dictaduras y democracias empatadas en generar desesperanza y exilio.

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