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Siete claves para entender a los que protestan (sin mirar a nadie por encima del hombro)

Las protestas que recorren el mundo señalan problemas globales, pero no propuestas realizables. Y las democracias nacionales no pueden articular respuestas políticas. ¿Cómo salimos de esta?

Protestas en Beirut, Líbano, en octubre de 2019. 
Protestas en Beirut, Líbano, en octubre de 2019. Sam Tarling (Getty Images)
Emilio Lamo de Espinosa

La revuelta estalla por todas partes. Comenzó quizás aquí, en España, con los indignados. Continúo en Grecia, siguió con el Brexit y la elección de Trump. Pasó luego a Francia (y continúa) y a Italia (y continúa). Antes, con las primaveras árabes o las revoluciones de color. Ahora, en Hong Kong y Argel, y corre como un incendio arrasando América Latina. Cuando hay elecciones, más que apoyar a la oposición, se castiga al que está en el poder. Con frecuencia salen parlamentos “colgados” o se hacen pactos contra natura (como en Italia), o jerigonzas, o Gobiernos Frankenstein. Algunos dicen que es el capitalismo y la economía de mercado. Otros hablan de crisis de la democracia representativa. Se asegura que el Consenso de Pekín (capitalismo de Estado plus dictadura) sustituye al de Washington. Datos recientes acreditan que así como la movilización política crece en todas partes, la democracia se deteriora significativamente. ¿Qué pasa?

MARTIN BERNETTI (AFP via Getty Images)

Por supuesto, muchas cosas, y cada historia es singular, pero, como muchos otros, creo que cabe buscar algún hilo común. Lo intentaré, aunque me centraré en los países desarrollados y el nuevo populismo.

La explicación más sencilla (porque es a la que estamos acostumbrados) es la económica. Al fin y al cabo, todos somos marxistas, aunque no lo sepamos: las causas del malestar deben estar en la “infraestructura”, es decir, el desempleo, el precariado, la pobreza. Y sin duda tienen razón, aunque no sabemos bien cuánta. Pues creo que nos pasamos de explicaciones materialistas. ETA no tuvo causas económicas; tampoco el yihadismo, ni el separatismo catalán, ni las revoluciones de colores (en el bloque exsoviético). Menospreciamos la fuerza de las ideologías, los nacionalismos, las religiones, la xenofobia, incluso la fuerza de la libertad. Y no hay correlación clara entre crisis económica y protesta social; basta ver los datos. No me detendré en ello, pero sí intentaré un análisis más complejo, aunque, como Marx (esta vez Groucho), me reservo el derecho de cambiar de opinión y hacer otro análisis si cambian los datos (y lo hacen casi siempre).

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Creo que la primera variable a considerar es la globalización misma, un fenómeno imparable y acelerado. Pues bien, todo lo que une separa. Si (por ejemplo) llevo a cabo una investigación con un equipo de Berlín y otro de Los Ángeles, dejo de charlar con mi compañero de la universidad. Lo que me une a lo lejano me separa de lo próximo. La globalización ha unido el mundo (al menos ciertos mundos), pero al tiempo lo ha separado internamente. Y si levantamos el filtro cognitivo de la serie de 193 Estados a través del cual percibimos el mundo, lo que aflora por debajo es una red de redes metropolitanas, de grandes ciudades globales, que son hoy la estructura profunda y generan más del 80% del PIB mundial (por cierto, casi todas en la cercanía de las costas; la España vacía no es una excepción). Redes que se unen por encima de las naciones, pero también las separan por dentro.

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No hace falta leer las 1.200 páginas del nuevo libro de Piketty para saber que la consecuencia es que las sociedades nacionales se dualizan, dividiéndose entre una minoría urbana conectada en cadenas de producción y de información transnacionales y los demás, los left behind, los abandonados. De una parte, una élite cosmopolita, metropolitana, que habla idiomas, es políticamente correcta, tiene buena educación y buenos salarios, y le es igual trabajar en Madrid, Londres o Singapur. Y de otra, los territorializados, sin estudios, con malos y precarios empleos en sectores en decadencia, políticamente incorrectos, frecuentemente rurales, en todo caso marginales, outsiders a la red mundial. En muchos sitios la escisión es además entre “blancos” y nativos, indígenas, una escisión étnica. Y en alguna medida, también de género, y se feminiza (e infantiliza) la pobreza.

Esta escisión, casi universal (como la globalización que la produce, y como muestra Piketty y avala Milanovic), tiene al menos dos consecuencias: una económica, y otra cultural/identitaria, tan importante, si no más, como la anterior.

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La consecuencia económica es que es cada vez más difícil saltar del sector territorializado al globalizado, y se ha averiado el ascensor social; eso es la dualización. Puede que haya aumentado la desigualdad social. O no. Depende de los países y de que se mida en renta o en patrimonio, antes o después de impuestos. Y desde luego ha disminuido en el mundo en su conjunto. Incluso puede que no haya aumentado la pobreza absoluta (tampoco lo ha hecho en el mundo). Pero sí lo hace la relativa. Y quienes tenían claras expectativas de mejora, hoy las ven amenazadas. La pobreza o la desigualdad tradicional se soporta; así son las cosas, y así han sido siempre. Lo que no se soporta es la frustración de expectativas. Hace años, el talento disponible era muy inferior al talento demandado y el ascensor funcionaba; hoy ocurre, en buena medida, al contrario y la Universidad ya no garantiza nada. Si unos cuantos han conseguido prosperar, puedo esperar mi turno pacientemente, como ocurre, por ejemplo, en China. Pero si después de pasar horas en la cola se cierra la ventanilla, la frustración es enorme. Es lo que Albert Hirschman llamaba el “efecto túnel”: ¿por qué la cola de al lado camina y la mía esta parada?

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Pero las consecuencias económicas se doblan de resentimiento social, lo que nos lleva a la dimensión identitaria y cultural (que el neomarxista Piketty menosprecia). Pues los globalizados se desnacionalizan (y desestatalizan), pero los abandonados siguen en sus viejos marcos nacionales de referencia y se sienten (casi siempre con razón) menospreciados por la élite ilustrada, cosmopolita y (además) rica, que los considera ignorantes y atrasados, “paletos”, a los que mira por encima del hombro. El “supremacismo” moral de las urbanas élites cultas (supuestamente meritocráticas y siempre white collar) estigmatiza y degrada a los perdedores (casi siempre blue collar), que reaccionan como ocurre siempre en estos casos: afirmándose en aquello que es objeto de rechazo. Y lo políticamente incorrecto deviene su bandera (Trump es el arquetipo).

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La distinción entre “casta” y “pueblo” recoge malamente ese dualismo, pues ni los ganadores son de derechas ni los perdedores de izquierda; más bien al contrario, pues hemos saltado desde una lógica de clases (materialista) a una lógica de identidades y valores (posmaterialista). Entre los ganadores hay no pocos exitosos jóvenes profesionales o emprendedores, en sectores económicos dinámicos, junto a grandes, medianas (e incluso pequeñas) empresas, que se han lanzado (con éxito) al mercado global. Son ilustrados, urbanos, y muchos votan a formaciones “progresistas”, lo que Piketty llama la gauche brahmane (la nueva “casta”). Y hay también muchos tipos de perdedores: pueden ser aima­ras en Bolivia o trabajadores manuales del rust belt (cinturón industrial) de Estados Unidos. O pueden ser vieja clase media funcionarial o campesinos y ganaderos españoles, hartos de la cultura “progre” de estudiantes urbanos que estigmatiza los toros, la caza o las procesiones de Semana Santa y menosprecia e ignora lo rural. Paradójicamente, lo iliberal es, con frecuencia, una demanda de libertad, pues este nuevo “populismo” es, en buena medida, una reacción contracontracultural, especialmente aguda allí donde la transición moral hacia una sociedad permisiva y posmaterialista ha sido más brusca (es el caso de España), generando profundas diferencias intergeneracionales y sectoriales. Así, esta reacción anticosmopolita y renacionalizadora puede saltar tanto por la izquierda (en Grecia, en Chile), como por la derecha (en Francia, Alemania, Polonia, USA, España), aunque ambos buscan la protección del Estado y viejas fronteras. Kirchner o Corbyn (o Pablo Iglesias) no están tan lejos de Le Pen, Orbán o Salvini (o Abascal).

Por cierto, la emigración es, más que causa, chivo expiatorio para esta renacionalización, pues de nuevo hay escasa correlación (macro) entre presencia foránea y xenofobia (ojo: no en ciudades pequeñas). El neonacionalismo tiene más apoyo en el interior del Reino Unido que en Londres, en el Middle West americano que en las costas, en la Francia rural lepenista que en las ciudades, en el Ampurdán que en Barcelona.

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Pero para entender la intensidad y generalidad de las revueltas es inevitable mencionar un par de variables tecnológicas que están cambiando radicalmente el ágora de la política.

En primer lugar, Internet, que permite la transferencia y difusión de tecnologías de vanguardia en la organización de revueltas, desde cómo ingeniar un cóctel molotov hasta cómo hacer frente a la policía. Antes era necesario un aprendizaje local; hoy basta acudir a la web (profunda o superficial) para encontrar todo tipo de manuales. Un aprendizaje global para unas revueltas globales, que se mimetizan. Con escasas consecuencias para los revoltosos, por cierto, pues sistemas legales hipergarantistas les blindan ante cualquier consecuencia negativa. La revuelta se hace a coste cero.

Pero más importante aún son las redes sociales, con tasas de penetración mundiales superiores al 60%. Pues si hubiera que inventar algo para organizar revueltas, inventaríamos las redes sociales, y nada de lo que ocurre tendría la intensidad que tiene sin ellas. Mecanismos fantásticos para organizar protestas, prepararlas, convocarlas y gestionarlas durante su mismo desarrollo, y que permiten agregar todo tipo de descontentos e “indignados”, frecuentemente por causas distintas, incluso contrapuestas. Son “movidas” (hirak, en árabe), a veces incluso performances o ­flashmobs, sin liderazgo claro y sin la mínima intención de transformarse ni siquiera en grupos de presión. Pero hete aquí que las mismas redes sociales son espacios totalmente inadecuados para el debate y el diálogo, incapaces de generar acuerdos y consensos. Al contrario, facilitan el insulto, la agresión (de nuevo gratis, sin coste) o la mentira, las fake news, polarizando las audiencias que se refugian en sus burbujas opináticas. Casi en las antípodas de una habermasiana situación ideal de dialogo. No hay espacio (no hay sitio) en ese espacio para pasar de la protesta a la propuesta.

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De modo que las nuevas tecnologías de la comunicación han facilitado la protesta, pero, al tiempo, han dificultado la propuesta. Pero ¿qué ocurre con las posibles respuestas políticas? ¿No podrían estas acompasarse con las demandas? Aquí encontramos el segundo gran problema, pues hay que añadir otra consecuencia de la globalización, quizá la más importante y la que, sin duda, pone en peligro las democracias representativas. Aludo al hecho de que más y más problemas son ya mundiales, transnacionales, y sólo se pueden abordar globalmente o, al menos, en amplios espacios políticos (como la UE o los grandes países: China, EE UU). La economía, por supuesto, es ya global (más aún en economías abiertas y exportadoras), como lo son el clima, las emigraciones, la seguridad y el terrorismo, las finanzas, la delincuencia, incluso las enfermedades y las pandemias, como la actual del coronavirus. Y podría seguir. Pero la arquitectura de la política sigue basada en Estados que son soberanos en su territorio, pero incompetentes más allá. Y así, a medida que avanza la globalización y dejamos atrás el clásico mundo westfaliano (nos desestatalizamos), se abre un hiato creciente entre las necesidades de gobernanza mundial para generar bienes públicos y la arquitectura territorializada de la política. Sospecho que el gran problema del siglo XXI no es que haya problemas, siempre los hay; es que no tenemos instrumentos de gobernanza global para gestionarlos.

El gran problema del siglo XXI no es que haya problemas, sino que no tenemos instrumentos de gobernanza global

La consecuencia es que los Estados no pueden hacer frente a las demandas de la población. Si la base de la democracia es “dar cuenta” (accountability), esta ha saltado a un nivel superior, donde no encuentra interlocutores. Por eso la Unión Europea es tan importante, porque es el mecanismo para hacer frente a esos problemas globales. Pero la paradoja es que la UE no es (del todo) una democracia, de modo que tenemos (simplificando) democracias sin capacidad de responder y capacidad de responder sin democracia —y lo mismo se podía decir de la ONU, que tampoco es una democracia, y que ha inventado los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) para generar una cierta gobernanza global—. Y de ahí también la urgencia para que la UE se transformé de verdad en unos Estados Unidos de Europa, que sí podrá gestionar democráticamente los problemas de los ciudadanos europeos.

De modo que son tiempos de “indignados” movilizados y bien organizados, pero de Gobiernos divididos y desorganizados. Tiempos en los que es fácil organizar la protesta, pero difícil y lento preparar la respuesta. Habíamos inventado sistemas de mediación social; los partidos, los sindicatos, las organizaciones empresariales y la negociación colectiva deberían agregar malestar y encontrar vías de solución. Pero los partidos representan a los globalizados, y los sindicatos, al sector público; unos y otros carecen de credibilidad, muchas empresas se han desnacionalizado (paradójico: por eso apoyan el separatismo en Cataluña) y el Estado carece de palancas. No es de sorprender que la política nacional se vuelva simbólica y expresiva, de “postureo” (de bajo coste), pues las identidades y las “narrativas” sí se pueden gestionar localmente (incluso en Teruel). Política “constructivista” y performativa, que cree que puede cambiar el mundo cambiando el lenguaje, mientras la política instrumental (no expresiva) salta de nivel y se decide en la UE o en las redes y mercados globales.

Cuando hablamos de la necesidad de un nuevo contrato social, debemos pensarlo en términos económicos y culturales

Tiempos de cambios, desde luego. Cambios globales, enormes, pues el ascenso de China, la India y otros gigantes no puede no producir convulsiones, singularmente en Europa, que era el 25% de la población mundial hace un siglo y es hoy un 7% (mientras Asia es un 60%). Mundo neowest­faliano pero poseuropeo y, en buena medida, incluso posoccidental. Pero cambios que, a la postre, se manifiestan localmente, cambios “glocales”. No tenemos más remedio que hacerles frente y no será tarea fácil ni rápida. En todo caso, cuando hablamos de la necesidad de un nuevo contrato social que suture la dualización, sospecho que no sólo debemos pensarlo en términos económicos, sino también culturales. Nada nos obliga a ser los primeros de la clase en posmaterialismo. Como siempre, hay que escuchar más, y no solo hablar, hacer más pedagogía política, pero dar menos lecciones a los ciudadanos.

Emilio Lamo de Espinosa. Catedrático emérito de Sociología de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

Emilio Lamo de Espinosa. Catedrático emérito de Sociología de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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