¿A quién insultas llamándole progre?
Surgido en los años setenta, el calificativo derivado de progresista ha resucitado en España con un renovado tinte peyorativo
Una de las particularidades retóricas llamativas de esta campaña electoral y de los debates a los que ha dado pie en conversaciones de familia o de cafetería ha sido la definitiva decantación del calificativo progre hacia su acepción más peyorativa y denigratoria. A menudo se pronuncia esa palabra con enorme desprecio agresivo, que en ámbitos privados puede recalcarse con el predicativo “asqueroso”, “casposo”, “de mierda”, “de salón” o con neologismos como pijoprogre, que aluden a la filiación burguesa, pasada por la universidad, del insultado. Sí, en esta campaña el apelativo de marras solía echarlo a la cara del adversario, en un arrebato de gran hastío y exasperación, alguien —generalmente de derechas, pero también podía ser un “rojo”, de izquierda más radical o proletaria— que tenía ya agotados los depósitos de su paciencia.
—¿Ese? ¡Un puto progre! ¡Un progre de mierda!
Es significativo que la palabra progre siempre ha de ir reforzada por un adjetivo. Señal de que como invectiva es floja.
Otras veces, en cambio, convertida en adjetivo, viene a reforzar el concepto: “la dictadura progre” (de valores, de moral, de lenguaje). Y a veces deriva en algún neologismo. Por ejemplo, ¿se habla de ecología, de igualitarismo, de lenguaje inclusivo, de laicismo, de eutanasia?
—Es la típica prograda.
(A este neologismo en concreto no le veo mucho futuro por culpa de su exceso de incómodas erres).
Veremos qué es lo que resulta tan exasperante, tan detestable en el o en lo progre. Pero ya adelantamos que esa belicosidad contra el progre — término que en los años setenta se refería a cierto pasotismo desdeñoso, descreído, algo fumeta, resumible en el lema “que pare el mundo que yo me bajo”, y que ahora se asimila más bien al prototipo del socialdemócrata— es en vano. Porque en el fondo la palabra en sí se refiere a un concepto universalmente positivo, que es, por supuesto, el del progreso, y a una voluntad de superación, de mejora. ¿Quién, que no sea un desalmado, puede estar contra esto? Por tanto hay que agregarle un poco de tabasco, algún atributo más denigrante. Por ejemplo, “rancio” (o sea, corrompido por el paso del tiempo y con un olor fuerte y desagradable): es contundente, y un agravio demoledor en un país que, como el nuestro, está obsesionado con la higiene, la asepsia, la novedad, la modernidad, y que se avergüenza de su pasado; pero no casa bien con “progre”, no funciona, ya que la ranciedad sugiere pasividad e inmovilidad, mientras que el progreso implica movimiento. En esto es muy diferente de facha, vocablo de efectividad deprecatoria, de una carga venenosa, letal, pues remite a un pasado negrísimo: el fascismo, aliado con el nazismo, y de ahí a los episodios más repulsivos del siglo XX… Contra tales referencias es endemoniadamente difícil defenderse. A cualquiera le pueden llamar facha en el momento menos pensado, y por la mínima desviación del recto camino, sea éste el que sea. Mientras que para que le insulten llamándole progre ha de hacer méritos de beatería.
El neologismo pijoprogre alude y subraya la filiación burguesa, pasada por la universidad, del insultado
El que antes se definía como “nacionalista” ha comprobado que el concepto es execrado en todo el mundo y prefiere llamarse “soberanista”, que es positivo, o “indepe”, que es hasta cariñoso. Puede incluso, violentando la lógica, sostener que “soy independentista, pero no nacionalista”. El progre no necesita tales juegos malabares. “¿Progre me llamas?”. Uno puede responder: “Pues sí, he de admitirlo, soy un poco progre. Qué quieres”. Se asume hasta con coquetería.
De manera que, para los debates más reñidos con el cuñado o para las tertulias televisivas, esfuérzate un poco y a ver si encuentras algún insulto de una eficacia tan inapelable como facha.
En realidad esta familia de palabras, “progre”, “progresista”, “progresía”, que en su acepción moderna se remonta a la Transición, tuvo desde el principio un matiz de benigna autocrítica, una ligera carga de ironía paternalista que se autoadministraba la comunidad que combatía las políticas franquistas y vestigios posfranquistas de quienes entonces se veían acribillados con una batería retórica aplastante: “carca”, “reaccionario”, “inmovilista”, “franquista” o “facha”. Al “inmovilista”, Mingote solía caricaturizarlo en sus chistes como un híbrido de ser humano y piedra, piedra como de castillo roqueño. El inmovilista ha desaparecido del lenguaje público.
En un artículo (Progresía y evolución) publicado en EL PAÍS hace ya algunos años, Juan Cueto dio fe de las circunstancias de la invención de la palabra progresía. Postulaba que una noche de finales de los años ochenta estaban él, Eugenio Trías, Félix de Azúa, Gonzalo Suárez y algunos otros miembros de la gauche divine en el Bocaccio de Barcelona: “Andábamos divertidamente indignados por el uso y abuso que cierta izquierda española estaba haciendo de algunos valores progresistas y que había elevado paletamente a imperativo kantiano. De repente se nos ocurrió el palabro para nombrar y criticar de un plumazo a aquellas mitologías que competían con las de la burguesía desde el lado opuesto. Y encargamos a Gonzalo Suárez que divulgara nuestro alcohólico hallazgo lingüístico en la revista de Haro Tecglen. Así fue como exactamente nació y se extendió la dichosa palabra en los dos epicentros de la progresía (Bocaccio y Triunfo) hasta convertirse en el insulto dominante de la blogosfera…”.
A cualquiera le pueden llamar facha en el momento menos pensado, y por la mínima desviación del recto camino, sea éste el que sea. Para que le insulten llamándole progre ha de hacer méritos de beatería
En realidad ese uso autocrítico estaba en el aire ya unos años antes. El dibujante J. L. Martín había empezado a publicar unas tiras cómicas (no muy cómicas, a qué engañarse) sobre un paradigmático “Quico, el progre”, y los títulos de los álbumes que fue publicando son muy elocuentes sobre la blandenguería mansurrona de un arquetipo social ya entonces autocaricaturizado como decadente y algo patético. Lucía el tal Quico melena rizada y barba, y sobre la camisa de cuadros llevaba una chaqueta de pana con coderas: indumentaria moderadamente informal e inconformista, opuesta al estirado conservadurismo convencional del traje de tergal reaccionario.
Quico el progre nació ya autodeprecatorio y trasnochado: aquellos álbumes tenían títulos elocuentes: Ya estás un poco carroza, Quico; Te estás quedando calvo, Quico; Has engordado, Quico; No eres moderno, Quico…
Progre era una forma de autoindulgencia. Cuando se usa como invectiva con la ácida belicosidad de hogaño, ataca una blandenguería santurrona, real o supuesta, directamente emparentada con la corrección política, que se resiste a mirar a los problemas auténticos de frente y a combatirlos con energía y sin contemplaciones; al progre se le acusa de que al principio de realidad prefiere las ideas bonitas aunque hayan demostrado su ineficacia o, peor aún, su complicidad con el error y el horror.
Es el bonismo, el irenismo que, por ejemplo, con beata sonrisa receta en toda circunstancia el “diálogo”.
Claro que ¿quién es tan bruto para rechazar algo tan humano como “el diálogo”?
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