¿Quién me ayudará a morir?
Tan urgente como la ley de eutanasia lo es que la muerte regrese a nuestras vidas con toda su humanidad
Cuando vaya a morir, me gustaría tener un médico cerca. Uno que me ayude en ese trance. No en el de hacerme vivir cada último aliento como si mi muerte fuera su fracaso profesional, sino en el de dejarme ir de la manera más sosegada posible hacia esa muerte de la que estoy, lo mismo que cualquiera, más cerca cada instante.
Por razones clínicas me pasé los primeros años de mi vida en un hospital, así que he crecido entre médicos. Y aprendí temprano que nada le gusta más a un médico que sanar a su paciente. Algo que, algunas veces, como en mi caso, se consigue. Desgraciadamente, la medicina, la tecnología y la ideología de nuestro tiempo están consiguiendo que los médicos solo se entiendan como buenos profesionales cuando conquistan esa deseada sanación.
Esta ideología, que impera por doquier no es exclusiva de ningún espectro político y entiende cada muerte como un fracaso, ya sea del sistema sanitario, del profesional, del paciente o de la propia vida. Se habla incluso de sustituir médicos por robots más eficaces que ellos para ciertas operaciones y lo que late detrás de ese aparato tecnológico es la idea, cada vez más común y hasta creíble (por increíble que parezca) de que la muerte se puede evitar. También de que los médicos no tendrán que relacionarse nunca con ella. Solo desde ese punto de vista, se entiende que dé igual una persona que un robot.
Por lo demás, para eso sirve toda la medicina preventiva… Que como mucho logra posponer lo inevitable. Pero ahí la tenemos para explicarnos que si nos morimos antes de tiempo es, casi seguro, culpa nuestra. Por comer de esto, beber de aquello o practicar poco deporte, vaya usted a saber. Bien, yo quiero un médico como el que describía John Berger en Un hombre afortunado: un “intermediario viviente entre nosotros y los innumerables muertos”. El que estará conmigo y estuvo con ellos y el que me ofrecerá el consuelo de esa fraternidad que es la de reunirme con quienes son como yo. Es decir: me gustaría morir entre mortales y ya puestos vivir también entre ellos.
Si consigo llegar a vieja y muero desvalida y frágil en cualquier hospital, quisiera tener cerca un médico, el que quizás me despida, arropado por toda la comunidad educativa y científica desde el inicio de su formación. No vaya a ser que me toque algún jovencito o jovencita excesivamente motivado con mantener viva la llama de mi mala salud. Quisiera uno que amara la poesía, por supuesto. Y que disfrutara con la filosofía y la buena literatura. Y desearía, puestos a pedir, que todos los médicos estudiaran humanidades como parte ineludible de su formación. Porque eso les hará más empáticos primero y mejores médicos después. En cuidados paliativos, muchos profesionales trabajan cada día para despedir a otros de la manera más entregada que uno pueda imaginar, pero no todo el mundo muere en paliativos. La muerte se aparece a cada instante. Y en la mayoría de lugares donde una podría morirse, resulta que la muerte no existe o no cabe.
Si tuviera la buena suerte de vivir en una sociedad que no le dé la espalda a la muerte quisiera, si es posible, morir en mi casa, dónde va a parar. Y que eso fuera, además, de lo más normal. La única eutanasia que he realizado en mi vida, la practiqué con ayuda de una médica maravillosa a mi perro, Gandhi. Elegí hacerlo en casa, porque me aterraba la idea de despedirlo sobre la camilla de acero inoxidable de la clínica. Y se fue en su salón, una tarde más que fue la última. Aquel día yo no paraba de llorar y la veterinaria me ayudó: “Esto no puedes hacerlo así. Tienes que dejarlo ir con alegría porque así es como habéis vivido y eso es lo que él se merece”. Y yo me recompuse y pude hacerlo. Y estábamos todos los que le quisimos. De alguna manera, me gustaría morir como una perra, en este sentido. Eso mismo deseó la dramaturga Gemma Brió para su hijo Liberto, que murió a los 15 días de nacer. A él le dedicó una pieza teatral inmensa en la que explicaba a su bebé: “Has tenido la mala suerte de nacer niño y no gato”. Liberto tuvo que luchar y padecer hasta el último suspiro, como solo se exige a las personas.
Por eso, cuando vaya a morir, o cuando lo hagan los míos, creo que me ayudaría formar parte de una comunidad capaz de aceptar y respetar nuestra mortalidad. Una donde no hubiera una muerte distinta para la gente de izquierdas o de derechas, para católicos o laicos, que es lo que parece últimamente. Tan urgente como la ley de eutanasia, lo es que la muerte regrese a nuestras vidas con toda su humanidad. Que la entendamos como el asunto comunitario que es. Mi muerte no dependerá solo de mí. Y cuando llegue el día, quisiera teneros a todos no de mi parte, pero sí a mi lado. Dicho queda. Buenas noches. Y buenas muertes.
Nuria Labari es periodista y autora de La mejor madre del mundo (Literatura Random House).
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