No tengo palabras
Lo siguiente de “grandísimo” puede ser “grandioso”; lo siguiente de “carísimo”, “inaccesible”.
Recuerdo haber oído de niño al joven presentador de un festival de fin de curso que, cuando estaba hablando del artista que intervendría a continuación, dijo: “No tengo palabras para describir su arte”. Me sorprendí en mi butaca de la fila tres y me dije para los adentros: “Pues vaya un presentador, si no tiene palabras”. Pero un directivo del colegio, sentado en la fila dos, comentó con su vecino: “Qué buen presentador es este chico”. Entendí entonces que en ese oficio se usaban fórmulas absurdas que un presentador necesitaba conocer para que le considerasen un buen presentador. Y que “no tengo palabras” era sin duda una de ellas.
Pero años después empecé a cuestionar mi propia deducción, hasta decidir que “no tengo palabras”, lejos de constituir una frase inteligente, representaba un fracaso para quien ejerciera precisamente como profesional de las palabras. En un presentador, “no tengo palabras” equivalía a “no tengo fruta” en un frutero o a “no tengo libros” en una bibliotecaria.
Desde entonces desconfío también del traductor que señala un término como intraducible o del periodista que califica de “indescriptible” una situación.
Y en los últimos años me vengo topando a cada rato con dos frases hechas que me evocan todo eso.
Una es “y cuando digo todo, es todo”. O “ y cuando digo nadie, es nadie”. O “y cuando digo mucho, es mucho”. Entiendo que se usen coloquialmente, y que a los interlocutores les resulte útil esa vehemente contundencia. Pero si se la oigo a un presentador, aunque se trate de un festival de fin de curso, me pregunto si no le estará restando valor al significado de las palabras; o si en realidad será responsabilidad de todos (y cuando digo todos, es todos) el hecho de que ciertos vocablos necesiten una repetición para que no parezcan de menor cuantía. En este caso, más que no tener palabras lo que nos sucede es que no tenemos significados.
La segunda expresión reciente que sugiere esa supuesta incapacidad de la lengua para nombrar la idea que deseamos transmitir se oye hoy en día a cada rato: “Grande, no; lo siguiente”. “Caro, no; lo siguiente”. “Largo, no; lo siguiente”. Parece de nuevo que no tuviéramos recursos para elevar la gradación.
En la mayoría de los casos, “lo siguiente” es el superlativo: grandísimo, carísimo, muy largo. Caramba, no costaba tanto decirlo. Ahora bien, si se enuncia ya de entrada (“grandísimo, no: lo siguiente”), ¿qué es lo siguiente de grandísimo, larguísimo o muy caro?
El asunto se pone difícil si quien habla evita aparentar la edad que no tiene y desecha expresiones juveniles como “supergrande”, “hipercaro” o “megalargo”; o si le suenan demasiado ajenas opciones como “archicaro”, “extralargo” o “requetegrande”.
Pero el idioma siempre brinda soluciones. Lo siguiente de “grandísimo” puede ser “grandioso”, lo siguiente de “carísimo”, “inaccesible”; y para lo siguiente de “larguísimo” cabría acudir a “interminable”. A “buenísimo” le puede suceder “formidable”; a “sorprendidísimo” le superan “perplejo” o “estupefacto”; alguien que está “lo siguiente de tristísimo” puede sentirse “abatido” o “sobrecogida”; “colosal” o “gigantesco” elevan el grado de “grandísimo”… Y hallaremos otros adjetivos contundentes como “descomunal”, “eterna”, “bárbaro”, “tremendo”, “morrocotudo”…, todos ellos en el límite donde comienzan las exageraciones. Pero cualquier opción, incluida la desmesura, será mejor que no tener palabras, porque eso implica carecer de los recursos que nos sirven para argumentar, convencer, seducir, enamorar... o lo siguiente.
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