Mito y memoria de Cervantes en Tánger
El Gran Teatro fue concebido como un “poderoso elemento de influencia” española en Marruecos
Al Consejo de Ministros de Pedro Sánchez le ha caído en suerte aprobar el acuerdo para el envío a las Cortes del protocolo para la donación por España a Marruecos del centenario y mítico Gran Teatro Cervantes de Tánger. El protocolo, como tratado internacional, debe ser autorizado por las Cortes Generales. Encierra el compromiso por parte de Marruecos de restaurar el edificio en su totalidad, respetando la arquitectura original, fachada e interior y garantizar su dedicación para la promoción de la cultura en general, y de la española y la marroquí, en particular.
A raíz de su centenario, en diciembre de 2013, la prensa publicó un río de lamentaciones sobre el deplorable estado del monumento y la dificultad de su salvación. El magacín de Le Monde llegó a titular “Cervantes se muere en Tánger”.
La referencia del Consejo de Ministros del 11 de febrero alude a la fuerte inversión necesaria para su rehabilitación, imposible de ofrecer por las distintas Administraciones españolas. Hubo, eso sí, quienes, ante esa imposibilidad, llegaron a proponer con un voluntarismo que les honró, fórmulas utópicas y económicas para “sostener lo que se cae”.
Rodeado por un halo de nostalgia por un tiempo ya perdido, de ciudad internacional abierta a todos los horizontes, se ha ocultado la verdadera historia de este teatro que decidieron construir en 1911 dos españoles afortunados en Tánger, Manuel Peña y Esperanza Orellana, sobre un terreno que ésta heredó de su tío Frasquito el Sevillano, llegado a la ciudad en 1850.
El proyecto se concibió animados sus propietarios por un ideal de patriotismo, como un “poderoso elemento de influencia” española. Pero pronto vieron, con la crisis de la ciudad durante la I Guerra Mundial, que la obra fue “desmedida y desproporcionada” para la fortuna personal del señor Peña.
Su emplazamiento fue la clave de su marginación, conforme la ciudad iba creciendo por otros derroteros
Recurrieron entonces a arrendar el teatro a un empresario francés, provocando el patriotismo del conde de Romanones, que decidió subvencionarlo, sobreviviendo así entre 1919 y 1928.
La aprobación del Estatuto internacional de Tánger en 1923 puso al desnudo, aún más, la rivalidad por el control de la ciudad entre Francia y España. Primo de Rivera, para acallar voces que consideraban que el Estatuto “defraudaba las ilusiones nacionales” y con afán de españolizar una ciudad que lo estaba ya por la presencia de una nutrida colonia española, decidió comprar el teatro por el Estado español en 1928.
Hubo quien expresó sus reticencias, como Julio López Oliván, desde la dirección de Marruecos y Colonias, que llegaría a decir que “el desembolso que supone para el Estado la adquisición del mismo no está proporcionado con las ventajas que de ello puedan lograrse”. Más rentable le parecía transformarlo en un edificio escolar del que estaban bien necesitados los niños españoles de la ciudad y que no existiría hasta los años de la Guerra Civil.
Fue así como el Gran Teatro Cervantes pasó a propiedad del Estado español, sin imaginar los problemas que habrían de planteársele. En primer lugar, por su emplazamiento, que fue la clave de su marginación, conforme la ciudad iba creciendo por otros derroteros.
Nueve décadas después, ese sigue siendo su principal hándicap, solo salvable si paralelamente se rehabilita su entorno degradado de la medina, como ya se viene haciendo con la vecina zona del puerto.
El mantenimiento del teatro fue otro de los grandes quebraderos para España. Arrendado a algún empresario en busca de lucro fácil, no estuvo renovado como debía. Los años de la Guerra Civil, casi cerrado, contribuyeron más a su deterioro. Y cuando llegaron tiempos de “victoria”, las ansias imperiales megalómanas de la Alta Comisaría proyectaron una reforma con “fachada neoclásica con tendencia al imperio, con un orden de pilastras toscanas sosteniendo su correspondiente frontón”. Felizmente, quedó en agua de borrajas, salvándose su identidad modernista que, aunque deteriorada, llegó hasta hoy.
El Cervantes tuvo sus momentos de esplendor, recibiendo a figuras como Margarita Xirgu, Rafael Calvo, Miguel Fleta, Rosario Pino o María Guerrero en los años de preguerra y a Juanito Valderrama, Marifé de Triana, Antonio Molina, Antonio Machín o Gila en los cincuenta.
Con la independencia y la desaparición del público español se acrecentó la decadencia, convertido el local en sala de proyección de películas indias y en ring de boxeo y catch.
Ángel Vázquez puso en boca de su Juanita Narboni el proceso de deterioro del teatro: “Si supieras lo que es del Teatro Cervantes, humo y rastrojos como en Manderley, grietas y cardos por donde creció la hierba”.
Las seguridades de Marruecos de que la rehabilitación comenzará este año, abren esperanzas de que esa hierba vuelva a crecer y se abran pronto sus puertas al público. Paralelamente, España, aunque logre así deshacerse de un fardo que no puede cargar, debe aportar su esfuerzo para recuperar la memoria histórica de los más de 30.000 españoles que vivieron en la ciudad.
Bernabé López García es catedrático honorario de Historia del Islam Contemporáneo en la Universidad Autónoma de Madrid.
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