Cuento urbano
Ayer extirparon los últimos vestigios de la excota más alta de mi urba, y de mi exvida. Me dejaron una loncha de tronco que me recuerda quién fui, quién soy y qué no quiero ser en adelante
Hace 20 años, casada y mamá reciente, me mudé de mi primer pisito a un adosado con jardín y piscina comunitaria. Era lo que tocaba en mi entorno de hija de obrero venida a más por la vía de los codos. Dos sueldos, dos coches, dos críos, una hipoteca a 30 años: el yugo al que te uncías creyendo ocupar tu sitio en el paraíso. Yo solita me absuelvo: éramos jóvenes y creíamos que todo era eterno e infinito. El amor, la vida, el mundo. Tanto que, en un gua de patio, plantamos un pruno y un aligustre para dar sombra, una hiedra y una glicinia para acotar el reino, y un ciprés en la esquina para hacer fino. Qué menos.
Pasaron los años y los tres palitroques se convirtieron en tres señores árboles que nos dejaron sin sol ninguno. El ciprés se vino tan arriba que se convirtió en “la cota más alta de la urba”, según heráldica definición de una vecina con ínfulas. La glicinia jamás echó flores pero, a cambio, agarró de tal manera que sus maromas estrangularon al ciprés hasta dejarlo torvo y oscilante. Mientras, intramuros, el edén había ido mutando en limbo, y luego en averno. Las ganas, en desidia. El amor, en divorcio. La broza invadió la hiedra y el ciprés siguió creciendo y acabó amenazando ruina. El problema entonces fue hallar quién osara derribarlo. La única jardinera que osó segarlo encaramada a su copa, acabó ensartada en una rama vencida en la gresca. Solo la sangre fría de su segundo, que la desincrustó del cuchillo; la pericia de mis vecinos médicos, que la asistieron in situ, y la ambulancia que la llevó al quirófano evitaron la tragedia. Tres meses he esperado a que le quitaran las grapas, porque quiso acabar lo que había empezado. Ayer, por fin, volvió con su escudero y extirpó los últimos vestigios de la excota más alta de mi urba, y de mi exvida. Me dejaron una loncha de tronco que me recuerda quién fui, quién soy y qué no quiero ser en adelante. Nunca es tarde. Ni pronto.
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