Alexander McQueen o la tarea de sobrevivir a un mito
Diez años después de la muerte del diseñador británico, la firma que creó vive un momento de pujanza gracias al trabajo de su sucesora, Sarah Burton, y al interés por la vida, ascenso y caída del fundador de la casa
El 11 de febrero de 2010 el mundo de la moda se quedó en blanco. Alexander McQueen , el diseñador que había pasado de confeccionar sus colecciones con materiales de desecho a fundar su propia marca y capitanear la casa de alta costura Givenchy en 1996, aparecía muerto en su apartamento londinense a los 40 años. Las investigaciones no tardaron en concluir que se había ahorcado tras consumir drogas y alcohol, posiblemente abatido por el reciente fallecimiento de su madre, pero también por una depresión que, como confirmó su psiquiatra, había marcado su vida en los últimos tiempos. Atrás quedaba una década y media meteórica, un puñado de desfiles que llevaban la moda a territorios solo frecuentados por el arte y un sinfín de premios. La vida de McQueen terminaba de un modo tan abrupto como fue su llegada a la moda, y desde el primer momento surgió la duda de si su marca, perteneciente al grupo de lujo Kering desde 2000, podría sobrevivir al deceso de su fundador.
Diez años después del fallecimiento de McQueen, la firma que lleva su nombre vive una inesperada edad de oro bajo la batuta creativa de Sarah Burton, que había trabajado junto al fundador durante una década y tomó las riendas en una época en que su perfil, escasamente mediático, era toda una rareza en la industria. Entonces, en 2010, la marca contaba con 11 tiendas propias e ingresos estimados en menos de 100 millones de euros. El año pasado, su volumen de negocio se estimaba en una cifra entre 350 y 400 millones, con 64 tiendas operadas directamente por la firma.
Y con una peculiaridad: ahora que muchas firmas de lujo dependen de los accesorios, McQueen es especialmente fuerte a la hora de vender prendas. Tal y como revelaba el consejero delegado de la firma, Emmanuel Gintzburger, al medio especializado Business of Fashion en 2019, McQueen vende más ropa que otras firmas de lujo con volumen de negocio por encima de los mil millones de euros. Y eso la ubica en una posición envidiable gracias a un factor clave: una silueta entallada e inmediatamente reconocible. “El legado de McQueen es su obra, es decir, el patronaje, la belleza y el poder de sus diseños”, explica Dana Thomas, biógrafa del diseñador. “La influencia de su sastrería sigue vigente en todo el mundo. Era precisa, ajustada y endemoniadamente sexi”.
Desde que se puso al frente de la marca, Burton ha cultivado los golpes de efecto —el vestido de novia de Kate Middleton— y el aplauso de la crítica, rendida ante su empleo de técnicas artesanales remotas y casi perdidas. Colaborando con pequeños talleres familiares y comunitarios, la diseñadora ha sabido construir un tipo de lujo tan poético como la alta costura francesa, pero enraizado en la tradición textil británico.
El otro factor que permite explicar el auge de la firma es la dimensión legendaria que la figura de McQueen ha alcanzado gracias a exposiciones, libros y documentales. La primera reivindicación póstuma de su obra vino de una voz tan autorizada como el Metropolitan Museum de Nueva York. En 2011, Savage Beauty atrajo a 661.509 personas y se convirtió en la octava muestra más visitada de la historia del museo. En 2015 viajó a Londres y, con 493.043 entradas vendidas, se alzó con el cetro de la muestra más populosa de la historia del Victoria & Albert Museum. La clave eran las prendas expuestas, intrincadas y enigmáticas, pero también un diseño expositivo que ahondaba en la atmósfera de extrañeza rebelde y romanticismo trágico del diseñador inglés. En esa ambivalencia —entre el punk y la costura— reside el peso específico de un diseñador intuitivo cuyo talento se fue refinando a medida que se convertía en un hijo predilecto de la industria del lujo.
Lo que han mostrado los estudios biográficos posteriores es que, de manera paralela a esta plenitud técnica, mientras McQueen pasaba de los materiales de desecho a los exclusivos bordados, su vida personal se desmoronaba en medio de la ansiedad y la depresión. El documental McQueen, dirigido por Ian Bonhôte en 2018, narraba la destrucción psicológica del diseñador debida al ritmo de trabajo de la industria, pero también a traumas personales, conflictos familiares y problemas psiquiátricos. Tuvo un enorme impacto, al igual que Dioses y reyes, de Dana Thomas. Publicado en 2015 y traducido al español en 2018 en la Editorial Superflua, en él la periodista analiza el ascenso y caída de McQueen y John Galliano, dos gigantes de la moda espectáculo del cambio de siglo.
Thomas no cree que la vigencia de McQueen deba asociarse únicamente a su figura trágica, sino a su capacidad visionaria. “No hay que olvidar su curiosidad por la tecnología, por ver más allá y ser casi futurista”, explica. “Fue el primer diseñador en retransmitir en directo un desfile, en utilizar robots o incorporar luces LED en sus piezas. Y eso lo hizo en los noventa”. Para la posteridad, en cualquier caso, quedan sus imponentes desfiles, llenos de tensión escénica, golpes de efecto y cuidada dramaturgia. Y la duda de si la crudeza de algunos de sus planteamientos, llenos de alusiones a la violencia, la salud mental o la sexualidad, podrían tener cabida en la industria de hoy. “Nadie hace eso ya, y es una pena”, sentencia Thomas. “Puede que aquellos desfiles fueran costosos, pero eran interesantes y estimulantes, como una obra de arte genial o un libro provocativo. Eso falta en la moda de hoy: provocación y pensamiento”. Una década después del fallecimiento de McQueen, la disyuntiva que marcó su trayectoria sigue vigente en la industria de la moda.
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