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errante
Columna
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Instrucción 19

Leila Guerriero

Pregúntele: “¿Qué pensás?”. Mírelo. Vea que en sus ojos no hay comprensión sino un pantano seco donde late el rencor

El final será pavoroso. Pero ahora prepare todo con la ilusión que surge de la ignorancia. Convénzase de que lo hace por amor. Dígase que es una manera —adulta, racional— de que las cosas vuelvan a su cauce, de que escucharlo regresar a casa —el ruido conmovedor de la llave en la puerta, la forma en que él la abre como si temiera atropellar a alguien al otro lado— sea, como solía ser, la mejor parte del día.

Intente recordar cuándo comenzó. Ese mutismo hosco que él engendra desde las primeras horas de la mañana y que se dirige hacia usted como un misil sin disimulo; esa hostilidad que lo recubre como una niebla floja y que parece un mensaje que la tiene como destinataria: como si usted hubiera hecho algo repugnante, imperdonable: como si usted fuera repugnante, imperdonable. Dígase, como se dice desde hace rato, que el asunto debe llevar unos meses (pregúntese si no llevará años y deseche de inmediato el pensamiento con un respingo de dolor supersticioso). Ahora, al llegar a casa, en vez de saludarla —“¡hola, amor!”— él dice cosas como “me olvidé el maldito repuesto en la ferretería”; y cuando usted le pregunta si le fue bien en el trabajo responde cosas como: “Sí. Pero discutí con el imbécil de mi hermano”. Usted siente que esas palabras —maldito, imbécil— la tienen como destinataria, como si fuera el centro en ebullición de una culpa inexplicable, de una amargura que se derrama hacia la vida de él y la transforma en una vida mísera.

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Piense —mientras repasa lo que va a decir: las primeras palabras de una conversación tranquila— que él lleva mucho tiempo viviendo en un tono bajo, apagado, sumido en algo que podría ser melancolía —por un motivo que usted desconoce— o repulsión (por algo en lo que no quiere pensar: ¿por la forma en que usted ya no es la chica despreocupada que él conoció sino esta mujer hiperactiva que siempre parece saber qué hacer y cómo, y juzga lo que él hace como si fuera dueña de un conocimiento superior?). Cada mañana, cuando usted se va al trabajo —un trabajo que le gusta pero que a veces hace que se pregunte si no será esa la fuente del problema: su vida de hembra genial junto a un hombre que tiene un empleo anodino, megatones de frustración agazapados—, él la despide con una alegría que se parece al alivio (¿alivio de no verla por un rato?), y usted desaparece en el ascensor con un gesto de sumisión y súplica (sin saber a quién se somete o suplica qué). A veces, a lo largo del día, intercambian mensajes y flota entre ustedes un cariño que parece sincero pero que, cuando vuelven a verse, se licúa como el cuerpo de un pájaro esclavizado bajo un chorro de ácido.

Termine de preparar una cena sencilla. Recíbalo sin dar señales de nada. Escuche, en su saludo, esa queja hija de la irritación con la que esta vez él dice: “A mi viejo se le cayó el celular y se le rompió la pantalla”. Dígale, quitándole importancia: “Bueno, siempre lo arregla”. Cuando él responda “me tiene harto”, escuche: “Me tenés harto”. Sirva la cena, comente cosas sin importancia. Busque, dentro de sí, las primeras palabras sensatas que ha preparado durante días. Dígalas en un tono que le parece amable y cálido. Vea cómo él le presta súbitamente atención. Sienta crecer dentro de sí el optimismo necesario para seguir adelante. Escúchese decir frases prolijas (detecte en ellas palabras como “antes”, “no entiendo”, “necesito”; dígase que debe evitarlas; no lo haga). Vea cómo él cruza los cubiertos en el plato (escuche una voz que le dice: “Basta, no digas nada más”, pero no se detenga). Despliegue las velas. Convénzase de que este es el momento de dejarlo todo, de abrir las bodegas. Dígale que su actitud la lastima (piense: “¡No! Él no es tu cómplice, no va a cuidarte”). Vea cómo él mira el plato con una desafección animal. Sienta, de pronto, que todo lo que usted dice exuda una superioridad en la que no se reconoce. Piense: “Esta no soy yo. Yo no hago estas cosas”. Pero no le haga caso a la intuición quejumbrosa que le susurra que está siendo patética. Continúe. Al terminar, pregúntele: “¿Qué pensás?”. Mírelo. Vea que en sus ojos no hay comprensión sino un pantano seco donde late el rencor. Escuche como él dice: “¿Sinceramente? Te tengo miedo”. Entienda que él siente —sabe— que usted le ha arruinado la vida. Que usted es el enemigo.

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Sobre la firma

Leila Guerriero
Periodista argentina, su trabajo se publica en diversos medios de América Latina y Europa. Es autora de los libros: 'Los suicidas del fin del mundo', 'Frutos extraños', 'Una historia sencilla', 'Opus Gelber', 'Teoría de la gravedad' y 'La otra guerra', entre otros. Colabora en la Cadena SER. En EL PAÍS escribe columnas, crónicas y perfiles.

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