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Columna
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Y todo es vanidad

La figura de Goya en los premios de la Academia de cine no solo resulta un contrasentido, es una crítica muda a la gala en sí

Julio Llamazares
Los ganadores de los Premios Goya de este año posan juntos en Málaga.
Los ganadores de los Premios Goya de este año posan juntos en Málaga.Alex Zea (Europa Press via Getty Images)

Ignoro por qué motivo a los premios anuales del cine español les pusieron el nombre de Goya en lugar del de Buñuel, pongo como ejemplo, pero lo que parece claro es que quien tuvo la idea no conocía el trasfondo de la obra del pintor aragonés, del que se exponen en el Museo del Prado en estos días 300 dibujos correspondientes a varias series en una muestra que debería ser vista por todos los españoles. Porque Goya no es ese señor cuya representación en bronce los premiados del cine español besan con emoción cuando la reciben, sino el hombre que diseccionó el carácter español y, en particular, los vicios y los defectos más habituales entre nosotros. Entre ellos, la vanidad, que es el pecado por excelencia de los actores y cineastas y, en general, de todos los que nos dedicamos a cualquiera de las artes que integran lo que llaman la cultura, que a mis 64 años sigo sin saber qué es.

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En los dibujos de Goya hay muchas referencias a ese pecado capital, incluso representaciones directas como la que el pintor tituló Hasta la muerte, en la que ridiculiza la vanidad de las cortesanas de su tiempo, pero no parece que nuestros cineastas hayan reparado en ello, a tenor de cómo se comportan en la gala de los Goya, en mi opinión, uno de los espectáculos más patéticos de cuantos se celebran en este país anualmente, y mira que hay competencia. Patético en sí mismo por lo que tiene de bochornoso ver a unos profesionales presumir de su pertenencia a una profesión que no deja de ser más que eso: una profesión, y exhibir sus sentimientos sin pudor, y patético por lo absurdo que resulta todo a la luz de la situación de la industria del cine, cada vez más depauperada, como bien recordaron algunos de los presentes, comenzando por Pedro Almodóvar. Viendo la gala de los Goya y los atuendos de los participantes uno no puede quitarse de la cabeza esas bodas en las que los organizadores tiran la casa por la ventana para la ocasión a base de endeudarse con el banco.

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En ese contexto, la figura de Goya no solo resulta un contrasentido, es una crítica muda a la gala en sí, del mismo modo en que lo fue también la incomparecencia de la persona que recibió el Premio de Honor de este año, la inolvidable Marisol, desde hace muchos toda una muestra de coherencia que cada vez cobra más simbolismo y que se suma a la de otros cineastas, como Rafael Azcona o Víctor Erice, que con su comportamiento dignifican el cine y la cultura tanto como con sus películas. De fondo, suenan los versos de Javier Krahe, el también refractario a las pompas de la vanidad social, el juglar anarquista y heterodoxo del que muy pronto se publicará, por cierto, una biografía completa con ocasión de los cinco años de su desaparición: “Gracias a mi conducta vagamente antisocial, / temo no verme nunca encaramado a un pedestal / No alegrará mi efigie el censo de monumentos, / no vendrán las palomas a rociarme de excrementos. (…) / Gracias a mi tozuda decisión existencial, / no cabe entre mis planes dar ningún salto mortal, / no gozará las honras funerales mi alma en pena, / no vendrán los gusanos a tirar de la cadena / Y es una pena, la verdad, / porque sería algo divino / ver cómo todo es vanidad…”.

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