Kobe Bryant: un obituario incompleto
El patriarcado no duda en desplegar todo tipo de estrategias para hacer visible lo que nos da poder y para mantener en el armario todo aquello que puede cuestionar la integridad moral del héroe
El pasado domingo vi la última película de Roman Polanski, titulada aquí de manera absurda El oficial y el espía, cuando su título original se ajusta mucho más al caso que cuenta: J`accuse. La película, en la que no sé si el director polaco ha querido valerse del célebre caso Dreyfus para hablar de sí mismo, tiene el pulso de los clásicos y nos hace reflexionar. El disfrute que tuve con el visionado de esta obra de arte no hizo en todo caso que traicionara mi memoria y olvidara el pasado lamentable del director que en su día agredió sexualmente a una menor. Por más que pueda valorar su cine, nunca podrá ser para mí un referente moral ni uno de seres que admiro porque en sus biografías hay una íntima conexión entre vida y compromiso. Por eso entendí tan bien la postura de Lucrecia Martel en el pasado Festival de Venecia, que no acudió a la proyección de gala del director.
Poco después de haber salido del cine, empecé a escuchar en la radio la noticia del fallecimiento de Kobe Bryant, acompañada de todo tipo de adjetivos y epítetos por parte de los y las periodistas que la narraban, los cuales me hicieron pensar que el accidentado con tan mala fortuna era lo más parecido a Dios que pudiéramos imaginar. El prototipo de hombre deportista, y por lo tanto el más rotundamente expresivo de nuestro rol hiperactivo, vigoroso, competitivo y hasta desafiante como el protagonista de un western. “Canalizaría mis fracasos como combustible para mantener encendido mi fuego competitivo. Se convirtió en una obsesión. Aprendí todo sobre el juego, la historia, los jugadores, los fundamentos. Nació mi instinto asesino”, llegó a decir como manifestación de la armadura con la que se dispuso a combatir en las canchas y en la vida.
En ninguna de las crónicas que escuché o leí al día siguiente, en las que, por supuesto se resaltó su papel de amantísimo padre y esposo, y en las que parecía solo faltar la ejecución de un milagro para alcanzar la santidad, encontré referencias al brutal episodio de su vida que lo convirtió en un acusado de violación de una chica de 19 años. Un “pequeño” detalle obviado en los obituarios y que incluso ha provocado que una periodista del Washington Post fuese suspendida al poner de manifiesto cómo, mediante una suma vergonzante de dólares, se cerró un capítulo que parece borrado de las biografías del ídolo. Un humillante silencio si pensamos en la condena que el mismo supuso a la correlativa invisibilidad del dolor de la víctima.
No seré yo quien quite mérito a los éxitos profesionales del jugador, ni el que cuestione la que fue según los expertos una intachable trayectoria deportiva. Lo que sí me parece como mínimo éticamente cuestionable es que tantos profesionales de la información hayan silenciado un hecho que pensé que justo ahora, y gracias la movilización de tantas mujeres que directa o indirectamente han sufrido violencias machistas, habíamos acordado considerar como una de las manifestaciones más vergonzosas del poderío masculino y como un ejemplo de esas conductas que nunca mostraríamos a nuestros hijos como modelo a seguir.
De ahí mi sorpresa y hasta indignación ante tanta exaltación acrítica, sesgada y complaciente para la que, evidentemente, lo personal no es político y para la que no parecen tener ningún valor las denuncias y vindicaciones de tantas y tantas víctimas de la violencia que los superhéroes han usado con tanta frecuencia sobre las que siempre fueron personajes secundarios de la historia. Ahí está sin ir más lejos la mitología clásica como espejo cultural de tantos dioses violadores y violentos, mientras que las penélopes los esperaban en silencio.
Es evidente que el patriarcado, que no es solo una estructura de poder sino también un conjunto de prácticas, hábitos e imaginarios se mantiene firme cuando hay que proteger a “uno de los nuestros”, que diría Scorsese, hasta el punto de que no duda en desplegar todo tipo de estrategias para hacer visible lo que nos da poder y para mantener en el armario todo aquello que puede cuestionar la integridad moral del héroe. Un ejemplo más de esa violencia simbólica que, sutilmente a veces y descaradamente otras, insiste en mantener a las mujeres en ese silencio obligado que tanto ha gustado a poetas, jerarcas y agresores.
No seré yo pues quien ponga como ejemplo a Bryant del hombre que deberíamos ser, por más que traten de cegarme sus medallas o empatice con el dolor de su muerte prematura. Como tampoco aplaudiré a todos esos periodistas que han preferido callar para no restar ni un dobladillo a la capa del superhéroe. Es evidente que todavía hoy, en pleno siglo XXI, el patriarcado insiste en distinguir las vidas que merecen ser lloradas de aquellas otras que no lo merecen o que, en el mejor de los casos, parecen alumbradas para sufrir.
Es por tanto nuestra responsabilidad, en cuanto sujetos comprometidos con la emancipación de todos y de todas, y muy especialmente de los hombres que decimos estar en proceso de desvincularnos del machito que llevamos dentro, no convertir en referentes a quienes no entendieron los cuerpos ajenos como equivalentes en respeto y dignidad. De lo contrario, seguiremos siendo cómplices de un orden político y cultural que siempre ha perdonado los vicios y desmanes de quienes hemos ocupado y seguimos ocupando los púlpitos.
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