Aquella casa
Se llama Villa Alegría y en ella pasé recién nacido el primer verano de mi vida
La casa está en primera línea de playa, a pocos metros de la orilla. También esta vez ha resistido el terrible zarpazo de la borrasca Gloria, como lo ha hecho durante más de un siglo frente a la violencia de toda clase de tormentas y temporales. Si ha permanecido imbatible ha sido gracias a su sencillez y humildad, de la que deriva su increíble fortaleza. Mucho antes de que Mies van der Rohe dictaminara que en arquitectura menos es más, esta casa de antiguos pescadores ya había asumido esa verdad incontestable. Se llama Villa Alegría y en ella pasé recién nacido el primer verano de mi vida. No le sobraba nada, no le faltaba nada. Tenía lo necesario. Sigue siendo como entonces simple y austera, solo piel y hueso, tal como debe construirse también el espíritu. Se compone de una sola planta con un pasillo desde la puerta abierta a la arena hasta un pequeño patio trasero, con una habitación a cada lado. Las veces en que el mar se soliviantaba y comenzaba a invadir la playa, se le abría la puerta y se le dejaba pasar para recibirlo con la convicción de que es el amo absoluto del lugar cuyo derecho resulta insoslayable. Cuando decidía retirarse, se le despedía en el umbral hasta la próxima visita. Había dejado la casa lavada y desinfectada, con un aroma a alga y salitre que todavía invade mi memoria. Al ver con qué facilidad la reciente borrasca Gloria ha arrasado el litoral mediterráneo y se ha llevado por delante playas, paseos marítimos con sus farolas y palmeras, puertos deportivos, yates, puentes, salas de fiestas, restaurantes, bares de copas, construcciones, al parecer, tan débiles como lo son la prepotencia, el despilfarro y la codicia humana, vuelvo a pensar en aquella casa de pescadores, que ha desafiado también esta vez con éxito el formidable oleaje. La recuerdo humilde, tan limpia y natural como era entonces junto al mar la inocencia.
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