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El grotesco universo del Mago de Cinecittà

La huella del cineasta Federico Fellini, que con su caricaturesco imaginario convirtió su apellido en adjetivo, pervive a los cien años de su nacimiento

Federico Fellini, a principios de los setenta, en el rodaje de Roma, en los estudios de Cinecittà.
Federico Fellini, a principios de los setenta, en el rodaje de Roma, en los estudios de Cinecittà. Louis GOLDMAN (Gamma- Rapho / Getty Images)
Ángel S. Harguindey

El mejor homenaje que se le pudo rendir a Federico Fellini probablemente se realizó en 2018 y lo contó en este diario Carla Mascia: “Fellini, con tres años, vio su primera película: Maciste en el infierno, de Guido Brignone (1923). Las imágenes amarillentas de mujeres voluptuosas proyectadas en la pantalla lo marcaron para siempre, convirtiendo al Fulgor en un elemento indisociable del imaginario felliniano como queda retratado en Amarcord (1973). Un lugar de culto que, tras numerosas reestructuraciones y 10 años de cierre, ha vuelto a la vida este año en el que se cumplen los 25 años de la muerte del director”. En ese cine de Rímini, el Fulgor, comenzó todo, y la voluptuosidad alcanzó su cenit con la estanquera. Y si hubiera alguna duda sobre la sempiterna disyuntiva entre realidad y ficción, el guionista y realizador lo tenía claro: “Todo arte es autobiográfico. La censura es publicidad pagada por el Gobierno. Quisiera decirles, muchachos, que cada cual cuenta sólo aquello que conoce”, claro que si conoce diversas materias, pues mejor para todos.

Fellini comenzó como dibujante y caricaturista, colaboró en la revista satírica Marco Aurelio y siempre reconoció la influencia de los dibujantes estadounidenses en su formación adolescente: “Es evidente que la lectura intensa de esas historias, en una edad en que las reacciones emotivas son tan inmediatas y frecuentes, condicionó mi gusto por la aventura, lo fantástico, lo grotesco y lo cómico. En este sentido es posible encontrar una relación profunda entre mis obras y los cómics norteamericanos. De sus estilizaciones caricaturescas, de sus paisajes, de los personajes siluetados contra el horizonte me han quedado imágenes felizmente chocantes, imágenes que de vez en cuando vuelven a aflorar y cuyo recuerdo inconsciente ha condicionado el elemento figurativo y las tramas de mis películas”.

Después comenzó a escribir guiones para Rossellini, Lattuada o Germi, y ahí está Roma, ciudad abierta como botón de muestra. Hasta que codirigió con Lattuada su primer largometraje, Luces de variedades (1950).

Su centenario se celebrará en todas aquellas entidades y medios con algo de sensibilidad, pues hablamos de uno de los directores cinematográficos más imaginativos y brillantes de la historia del cine, un personaje con altibajos en su relación con la industria audiovisual, capaz de afirmar que “el negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de partido de fútbol y de burdel” o que “la televisión es el espejo donde se refleja la derrota de todo nuestro sistema cultural”, por más que recibiera en vida cuatro Oscar a la mejor película extranjera y otro honorífico por toda su trayectoria; y que aportó a la televisión una joya, Prova d’orchestra, o cómo puede uno reírse de los tópicos sobre la disciplina alemana del director de la orquesta, de los sindicatos y del caos de la política italiana sin que le tiemble la mano.

Cada cual puede tener su Fellini favorito —desde Las noches de Cabiria, Boccaccio 70, Satyricon, Roma, Amarcord, Casanova o Ginger y Fred, entre otras—, pero, sea cual fuera, todas responden a lo que él mismo sentenció: “No hay un final. No existe un principio. Solamente existe una infinita pasión por la vida”. Ese es el gran denominador común de su filmografía, una obra en la que surgen dos nombres propios esenciales: Giulietta Masina, su mujer desde 1943, con la que trabajó en siete largometrajes y de la que dijo: “Nuestro primer encuentro no lo recuerdo porque en realidad yo nací el día que vi por primera vez a Giulietta”; y Nino Rota, el compositor de todas sus películas, desde la primera, El jeque blanco, de 1952, hasta la ya citada Prova d’orchestra. “Con Nino puedo pasarme días enteros oyéndolo tocar el piano con el fin de precisar un motivo, de aclarar alguna frase musical que coincida lo más exactamente posible con la emoción que deseo expresar en una secuencia”, escribió el realizador en su día.

Una frase define su filmografía: “No hay un final. Ni un principio. Solamente existe una infinita ­pasión por la vida”

Hay otros dos nombres clave en su vida y en su obra: Alberto Sordi y Mastroianni. La noche en que Fellini y Masina se casaron, fueron al teatro a ver a Alberto Sordi, quien les homenajeó ante el público: “Quiero presentarles a dos amigos artistas que hoy se casaron, Federico y Giulietta. Seguramente van a oír hablar de ellos”. Un visionario el Sordi que protagonizó las dos primeras películas del de Rímini: El jeque blanco y la inolvidable Los inútiles, visión lúcida y tierna de una generación desnortada de provincias con un Albertone genial, tímido en la calle y crecido en la casa familiar, capaz de desmadrarse en carnavales o de hacerle una peineta mientras les grita “¡trabajadores!” a unos currantes.

Los tiempos cambian, pero menos de lo que parece; basta comparar aquellos inútiles de Rímini de 1953 con los de Edimburgo de Trainspotting 46 años después.

¿Y qué decir de Mastroianni? Fue el guapo que hubiera querido ser Federico, su deseado alter ego, el que chapoteó en la Fontana di Trevi con la voluptuosa Anita Ekberg y que catapultó mundialmente al realizador y al actor por La dolce vita (1960), la producción de Dino de Laurentis que había apostado inicialmente por Paul Newman para el papel de Marcello, algo que Fellini desoyó por la insistencia de Giulietta en favor de Mastroianni. Una vida dulce anatemizada por el Vaticano por obscena con el arzobispo de Milán Giovanni Battista Enrico Antonio Maria Montini (después Pablo VI) abanderando la repulsa, prohibida en varios países, incluida España, en la que tardó 21 años en estrenarse para regocijo turístico de Perpiñán. Fellini definía a la censura con una sola palabra: “ridícula”, y la verdad es que no hacía falta más.

Si había alguna duda sobre el tándem Fellini-Mastroianni, tres años después realizaría Fellini, ocho y medio, esa especie de autobiografía en la que los sueños, las fantasías oníricas, se convierten en la tabla de salvación de un director en plena crisis creativa. “Estaba convencido de que un filme tan personal, tan latino, de estructura psicológica tan precisa, condicionada por una cultura y una sociedad tan determinadas, no podría ser comprendido por un público estadounidense”, declaró. Tuvo un notable éxito y obtuvo el Oscar a la mejor película extranjera en 1963. Nada que hacer como vidente.

Cien años ya de alguien que ha conseguido adjetivar su apellido para describir situaciones absurdas, y en eso solo Berlanga está a su altura: Rímini y Valencia unidas por el talento, el mar y ese sentido irónico y alegre de la vida de dos de sus hijos ilustres por más que lo de ilustres a ellos les daría grima.

“Soy un artesano que no tiene nada que decir”, concluye Federico, “pero sabe cómo decirlo”.

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