¡Solos!
Abandonamos la vivienda sin atrevernos a recoger nada, dejando a la viuda delante de su taza de café
Días después del fallecimiento de un amigo que vivía solo, su hermana me pidió que la ayudara a vaciar el piso. Temí que no hubieran ventilado la casa y que flotaran aún en el ambiente los olores de su intimidad, o que la pila de la cocina estuviera llena de cacharros, o que tropezáramos con ropa sucia en el cuarto de baño… Pero no podía negarme y allí fuimos. Nada más abrir la puerta y avanzar unos pasos nos dimos cuenta sin embargo de que había en la vivienda un orden insólito para un soltero. Todo estaba en su sitio, y no solo eso: la atmósfera era perfectamente respirable, como si hubieran colocado en algún lugar estratégico un ambientador de frutos rojos que se dejaba notar sin resultar agresivo.
La sorpresa surgió al llegar a la cocina, a cuya mesa apareció sentada una mujer rubia, en pijama de seda, delante de una taza de café. Tardamos un segundo en darnos cuenta de que se trataba de una muñeca de tamaño natural soberbiamente articulada, una réplica alucinante de un ser humano de verdad: el pelo, la textura de la piel, la boca, los ojos…, todo estaba dispuesto para el engaño. Nos encontrábamos ante una copia bellísima, pero al mismo tiempo algo siniestra. La hermana de mi amigo y yo permanecimos en silencio unos instantes. Luego ella dijo: “¿Pero qué es esto?”. “Su viuda”, aventuré yo. Me dieron ganas de saludarla de tan real que parecía, pero logré reprimirme para no parecer un loco.
Entonces me vinieron a la memoria las excusas que mi amigo ponía últimamente para no salir. Siempre estaba ocupado. Abandonamos la vivienda sin atrevernos a recoger nada, dejando a la viuda delante de su taza de café. Y allí sigue, creo, envejeciendo, ni siquiera sé cómo se llama, pobre. ¡Qué solos se quedan los vivos!
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