Libia necesita un plan
La UE debe asumir un papel protagonista en la estabilización y democratización del país magrebí
El desmoronamiento de las conversaciones de paz sobre Libia celebradas en Moscú, que fueron interrumpidas ayer sin que se haya logrado un alto el fuego, confirma los peores augurios para el bienestar de su población, que sufre una cruenta guerra civil, a la vez que ahonda todavía más el desmembramiento de un país fundamental para la seguridad en Europa.
El encuentro entre los dos bandos que desde hace nueve meses libran intensos combates había sido auspiciado por Vladímir Putin, que apoya al mariscal Jalifa Hafter, un señor de la guerra que lucha contra el Gobierno reconocido por Naciones Unidas que encabeza Fayed el Serraj. Este último ya había firmado un borrador, pero la salida abrupta de Hafter ha confirmado un nuevo portazo para solucionar —siquiera parcialmente— la caótica situación en la que se encuentra el país magrebí. El pasado mes de abril Hafter también recibió vía telefónica el apoyo de Donald Trump en un polémico movimiento diplomático que dejó descolocada a la comunidad internacional que otorga legitimidad al Gobierno de Trípoli. Para complicar más las cosas, hace una semana Turquía comenzó a enviar ayuda militar a Trípoli pese a las advertencias en contra de EE UU y a las reticencias europeas sobre la verdadera intención del presidente turco, Recep Tayyip Erdogan.
Y ante esta situación, Europa —para quien Libia debería representar un punto de máximo interés estratégico y de seguridad— aparece no solo como un actor secundario, sino como el ejemplo de política descoordinada e ineficaz que ha logrado alcanzar un acuerdo común prácticamente solo en cuestiones de emigración irregular.
Desde que en 2011 el dictador Muamar el Gadafi fuera derrocado, Libia se ha sumido en un caos institucional y territorial que ha llevado al país a una situación que en la práctica lo convierte en un Estado fallido. Desde entonces la Unión Europea ha celebrado cumbres y nombrado representantes, ofreciéndose incluso como escenario facilitador del conflicto. El resultado está a la vista. Lo que no ha hecho la Unión Europea en estos años es abordar de una manera ambiciosa y concreta el futuro de Libia proponiendo un plan que garantice la paz y la democracia en el país y, por lo tanto, la seguridad para todos sus vecinos.
No se trata de imponer una solución a la fuerza —algo además probablemente irrealizable—, sino de elaborar y ayudar con un gran plan concreto y viable. Y no por una cuestión de prestigio o de influencia internacional, sino porque la Unión se fundó bajo la premisa de que la democracia es la mejor forma de gobierno para todos los pueblos. Una forma de la que hoy Libia sigue más alejada que nunca.
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