Leviatán
A pesar de los llamamientos de la derecha a desobedecer el mandato democrático de los ciudadanos, comienza una nueva etapa
La palabra “Leviatán” remite inmediatamente al pensamiento hobbesiano, esa teoría sobre el poder absoluto que reside en el Estado al que el hombre se debe someter por su propio bien. También nos lleva a las historias bíblicas del libro de Job y de los Salmos —y a ellas recurrió el propio Hobbes— donde Leviatán es un monstruo atávico y maligno que reside en el mar. Hemos visto, incluso sin saber reconocerlo, a Leviatán mil veces representado: es la temible serpiente marina de las cartografías medievales, el gran dragón que surge de las aguas y levanta con su aliento olas que destrozan armadas invencibles, la gran ballena que engulle barcos y a personas. Leviatán, tanto el concepto como su representación, está en nuestro imaginario y nuestra realidad mucho más de lo que somos conscientes.
Durante el periodo que ha culminado en la exitosa formación del Gobierno de coalición me he encontrado con este monstruo y no porque yo pertenezca a la Iglesia de Satán (Leviatán es uno de sus príncipes), sino porque hace unos días vi la película homónima de Andréi Zviáguintsev. El Gobierno de Vladímir Putin y la prensa a su servicio calificaron Leviatán (2014) de antirrusa y antipatriótica. Es, sin duda, una crítica feroz del aparato de poder en Rusia y de su corrupción, desde el poder local (representado en la película en un alcalde que, como señaló Monika Zgustova, está basado en un personaje real) a la justicia, las fuerzas de seguridad y la Iglesia ortodoxa. Es, además, un retrato devastador de la clase obrera rusa: sin esperanza, totalmente alcoholizada y sin otra alternativa que la autodestrucción, porque Leviatán, encarnado en el alcalde y las instituciones que lo apoyan, es indestructible. Es un Leviatán que en ese pueblo del norte de Rusia y en ese momento toma cuerpo en el alcalde, pero que siempre ha estado ahí. Hay una escena, conmovedora y desoladora, en la que el hijo del hombre humilde destrozado por el alcalde huye de casa y se acerca al mar. Escala a una roca en la orilla y, llorando, esconde la cabeza entre las piernas. Frente a él, yace el esqueleto gigante de una ballena: el Leviatán que ni su padre ni ninguno de sus ancestros, que ni él ni sus descendientes podrá vencer.
Otro de los personajes de la película es un sacerdote ortodoxo que defiende, en privado y desde el púlpito, el poder político y económico del alcalde atribuyendo a ese poder una voluntad divina. El alcalde, en agradecimiento por sus servicios espirituales y materiales, le construye un templo a medida para que pueda seguir, desde ahí, educando en la obediencia. El 4 de enero, en este país que no era Rusia entonces ni es la URSS hoy, la Conferencia Episcopal mostraba su preocupación ante un Gobierno laico (de verdad) y progresista. Un preocupadísimo cardenal Cañizares pedía “orar por España” en una misiva en la que era demasiado fácil leer entre líneas. El cardenal, que ora por la España que defiende los antiguos privilegios de la Iglesia y de los poderosos, se parece al cura ortodoxo de Zviáguintsev.
Pero en España, a pesar de los llamamientos de la (ultra) derecha a desobedecer el mandato democrático de la mayoría de los ciudadanos, del acoso a representantes parlamentarios, de todas las oraciones elevadas al cielo, de las acusaciones de antiespañoles y antipatriotas a todos los que no comulgan con sus designios políticos, comienza una nueva etapa en la que tal vez podamos acabar con las viejas, ya muy viejas, encarnaciones de Leviatán. Con la esperanza, claro está, de que no reaparezca con nuevos disfraces.
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