Koalas en llamas
Ese marsupial que he visto ahora mancillado por las llamas, con su pelusa parchada y enrojecida que le produce un inmenso dolor inaudible, podría ser mi mascota-amigo
No conozco Australia y, sin embargo, una vez soñé acampar sobre un manto infinito de tierra roja al pie de un inmenso cerro cuadrado y despertar en la claridad de una bahía inmensa donde se abre como pétalos en flor un teatro para óperas raras donde un contingente de aborígenes sincronizan largos cornos tostados por el sol interminable y alguien narra lejos de las pantallas del sueño las historias legendarias de quiénsabecuántos barcos presidiarios que llegaron desde Inglaterra para poblar un país-continente.
Espero me perdonen el lugar común de imaginar que un koala, cualquier koala, ese koala en particular que he visto ahora mancillado por las llamas, con su pelusa parchada y enrojecida que le produce un inmenso dolor inaudible; ese koala podría ser mi mascota-amigo, colgarse de los estantes de un librero donde por azar aparecería alguna novela australiana de inmensa valía o los cuentos cortos de Melbourne y la etimología de la palabra Sídney. Ese marsupial que no necesariamente es oso, quemada la cara por una ola de fuego que le cocinó las garras con las que volaba de rama en rama y que ahora se extiende desesperadamente por un trago de agua en medio del infierno.
Al parecer, uno lleva una cuota semanal de dolores globales y esta semana ha primado la desolación por una tierra absolutamente desconocida, salvo por guiños o detallitos cursis y banales como las tres voces de los hermanos Gibb, y el otro que hacía de cuarta o el cuchillazo que fardaba Cocodrilo Dundee por las calles de Manhattan o el estrábico hipnotismo de todas las voces que encantaban con el nombre de Men at Work, pero esa tierra Down Under no sabía nada o casi nada como para no sentir el inmenso dolor de ver las interminables filas de personas que van huyendo de los incendios australianos hasta quedar de espaldas al mar, varados en las playas como millones de animales que ya quedaron incinerados y pienso que así como duele el Amazonas desconocido o los asesinatos anónimos o las guerras por venir, así no puedo escribir hoy más que la desolación irrespirable de haber visto el cadáver calcinado de un canguro como callada metáfora de una peligrosa fragilidad con la que amanece el año XX en un planeta que quizá por lo mismo no podría verse sino azul en medio de la infinita oscuridad intemporal.
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