Vallejo
Hay libros que te desbravan, que te doman, que te imponen el ritmo de lectura, que te quitan los nervios. No suelen estar en las primeras líneas de las mesas de novedades
Hay libros que exigen al lector un compás, una cadencia, un ritmo. Nada de engullir párrafos a cien por hora, le dicen, nada de pasar jadeando las páginas ni de tragarse las sílabas como el fumador compulsivo aspira el humo. Nada de encender un capítulo con la colilla del anterior. Hablamos de libros poderosos que ya en el prólogo desbravan al usuario más irreflexivo. Lo doman, como el que dice. Le imponen, apenas abre la tapa del volumen, unas reglas del juego sin las cuales mejor dejarlo estar. Hablamos de libros singulares, con frecuencia esenciales. Llegas a ellos como cuando por casualidad tropiezas con una calle de tu infancia que se halla, sin embargo, fuera del barrio en el que viviste. Es curioso que tu calle se repita tanto, que la encuentres incluso lejos de tu país. Pero sucede, y entonces el reloj se detiene y el tiempo se congela para que, a la vez de recorrerla, te recorra.
Para eso también sirven los libros: para ir desde la página uno a la quinientas, desde luego, pero sobre todo para ir desde una parte a otra de ti mismo, para subir y bajar las escaleras de tu propia existencia, de tu vida. Hay capítulos en los que subes y capítulos en los que bajas y capítulos en los que te internas en las habitaciones en las que fuiste, o en las que dejaste de ser, o en las que estuviste a punto de arrojarte por la ventana. Todos los libros grandes tienen algo de déjà vu como en todo niño hay ya un anciano y viceversa. Esos libros que te desbravan, que te doman, que te imponen el ritmo de lectura, que te quitan los nervios, no suelen encontrarse, pese a ser tan necesarios, en las primeras líneas de las mesas de novedades. El último de los descubiertos por mí se titula El infinito en un junco y es de Irene Vallejo, a quien usted quizá no conocía. Tampoco yo, hasta ahora, tenía noticia alguna de ella.
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