Polución
Salvemos el planeta, desde luego, pero no al coste de convertir a viajeros y empleados de las compañías aéreas en rehenes de una explotación que clama al cielo mientras hiere la tierra
He tenido la conciencia relativamente tranquila en la reciente Cumbre del Clima. Mientras me limitaba a seguirla por los medios, iba examinando posibles méritos propios y faltas, que enumero a grandes rasgos. No he fumado nunca ninguna sustancia y odio los cigarrillos y sus sucedáneos, pese a que tres de mis más queridos maestros fueron tabaquistas. No conduzco y jamás tuve coche, aunque confieso que me saqué el permiso de conducir siendo joven, y lo renové, inmaculado, varias veces, con la misma fe con la que veía a mis desengañados amigos comunistas renovar su carnet del PC. Compro mis alimentos en el mercado y los meto cada vez en el mismo carrito con ruedas de mi propiedad; esto no solo por sostenibilidad sino por las lumbares. No suelo participar en barbacoas, ni aprecio su humareda: el síndrome de San Lorenzo mártir quizá. Pero no soy un santo. Friolero de nacimiento, necesito una estufa a mi lado casi siempre, y abro el gas ciudad cuando la primavera está fresca. Economizo el agua (no cultivo plantas y me ducho), si bien la calefacción, siendo más bien nocturno y sedentario, la tengo hasta altas horas. Lo malo es que entro y salgo de aviones con frecuencia, y los prefiero al tren. El dióxido de carbono, ya sé. En mi defensa de la aviación comercial puedo esgrimir, además de la rapidez, el hecho incontestable de que hoy por hoy el avión es el único espacio público donde no se puede hablar por móvil, y eso es mucho. ¿O es que la agresión acústica no se va a tener en cuenta a la hora del juicio final climático?
Las compañías aéreas no ayudan, sin embargo. Derrochan queroseno y nos reducen el sitio donde poner las piernas. ¿Ahorro o lucro? Salvemos el planeta, desde luego, pero no al coste de convertir a viajeros y empleados en rehenes de una explotación que clama al cielo mientras hiere la tierra.
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