La tubería de oro
Unos fármacos cada vez más eficaces y más caros exigen una reflexión bioética
Los sistemas sanitarios, públicos o privados, se enfrentan a una crisis para la que no están preparados. Las nuevas generaciones de fármacos que la industria tiene en su tubería de producción son cada vez más eficaces, pero también más caros. Son innovaciones de alta biotecnología que requieren un montón de tiempo, talento científico e inversión que la Big Pharma, como es natural, pretende rentabilizar mediante su financiación por la sanidad pública y los seguros médicos. Lee en Materia el caso más espectacular que conocemos de momento. Un medicamento que, para algunos pacientes de cáncer, puede cruzar la línea delgada que separa la vida de la muerte, pero que cuesta 300.000 euros por tratamiento. El titular del artículo es elocuente: “El dilema de la terapia más cara del mundo”. No es una anécdota. Esto no ha hecho más que empezar.
El coste de un fármaco va a tener que formar parte de la bioética, porque arruinar las arcas de la sanidad pública no es un fin deseable ni justificable
Las nuevas generaciones de fármacos —la tubería de oro— plantean un problema financiero y otro bioético. De manera insólita, el primero es el más fácil de comprender. La terapia más cara del mundo se llama CAR-T, y ya se ha revelado como una herramienta valiosa contra los cánceres de la sangre (leucemias). España tiene aprobado el tratamiento para dos leucemias raras que afectan a 300 pacientes al año. Como cada tratamiento cuesta 300.000 euros, eso supone 90 millones anuales para la sanidad pública. Pero esa frontera de las dos leucemias raras es inestable, cuestionable y cuestionada por los científicos, que saben de otros casos de cáncer que podrían beneficiarse del tratamiento. Imaginemos que eso multiplica por 10 el número de tratamientos financiados. Eso daría 900 millones anuales. Si los multiplicara por 100, serían 9.000 millones anuales. Añade el chorro de fármacos que pronto saldrá de la tubería de oro y acabaremos pronto extenuando las arcas públicas y arruinando a las aseguradoras.
El segundo problema, que está estrechamente entrelazado con el anterior, es la bioética. Si nos abstraemos de las consideraciones financieras, un médico está obligado a ofrecer a su paciente el mejor tratamiento disponible, cueste 300.000 euros o la mitad del PIB español. Es una buena práctica, que tal vez hunda sus raíces en un juramento hipocrático formulado milenios antes de la biotecnología moderna. Pero hoy, en nuestros tiempos de innovación acelerada, los médicos no pueden ignorar el precio de sus decisiones. El coste de un fármaco va a tener que formar parte de la bioética, porque arruinar las arcas de la sanidad pública no es un fin deseable ni justificable. La bioética, en este sentido, va a alcanzar pronto su edad madura, una edad en que cada médico y cada gestor sanitario van a tener que tomar todos los días unas decisiones muy difíciles que pisan la frontera sagrada entre la vida y la muerte. ¿Estamos preparados? No.
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