El escritor que camina
La obra de Peter Handke, Premio Nobel de Literatura, explora las quiebras íntimas y el mundo más próximo
Si hubiera que definir de alguna manera la obra de Peter Handke, que el martes recibió el Premio Nobel en Estocolmo, es que se trata de la literatura de un escritor que camina. Trabaja a ras de suelo, mira de frente lo que sucede, y lo digiere mientras va de un sitio a otro, así que maneja perspectivas diferentes, escucha o sabe de varios sitios, no está enredado, anda siempre moviéndose. Al referirse a uno de sus personajes contaba que un día descubrió que “ya no tenía un lugar fijo”. Así que le tocaba irse y probar. Es lo que le pasa también a Handke, por eso —seguramente— ha incluido en los títulos de algunos de sus libros la palabra ensayo.Camina, escribe, toca por aquí, toca por allá. En sus diarios apuntó: “El pensador de instantes': solo esto soy yo”.
Dos instantes. Uno de ellos de una obra de ficción, La repetición. El protagonista, Filip Kobal, recuerda el día en el que abandonó su pueblo para salir al mundo. Su padre, “flaco y enjuto” y mucho más bajo que él, con “los dedos deformados por la artrosis”, cerró el puño de manera iracunda y le gritó: “¡Fracasa, como ha fracasado tu hermano y como fracasan todos los de nuestra familia! ¡Ninguno ha llegado a ser nada, ni tú llegarás nunca a ser nada!”. El narrador continúa: “Al decir esto acababa de abrazarme por primera vez en su vida, y yo, por encima de su hombro, miré sus pantalones mojados por el rocío, con la impresión de que abrazándome se había abrazado a sí mismo”. Y confiesa finalmente que a lo largo de los años se sintió siempre sostenido por el abrazo de su padre y que aquellas palabras con que lo maldijo las terminó oyendo “como una bendición”.
El otro instante empieza con una nota de periódico: “En la sección de Diversos de la edición dominical del Volkszeitung, de Carintia, venía: ‘En la noche del viernes al sábado una mujer de 51 años de edad, de A (municipio de G), madre de familia, se suicidó tomando una sobredosis de somníferos”. Esa mujer era la madre de Handke, y Desgracia impeorable es el libro que escribió para conseguir salir del embotamiento que lo invadió cuando conoció la noticia. Quiere verla con un poco de distancia y arranca desde muy atrás. Cuando era muy niña quiso hacer algo. “Mi abuela contaba que le había mendigado a mi abuelo que la dejara aprender algo. Pero de esto no se podía ni hablar: un ademán era suficiente para zanjar la cuestión; un signo negativo con la mano, aquello era algo impensable”.
De todas formas se fue. Tenía 16 años, quiso aprender cocina en un hotel. Llegó el nazismo, se enamoró de un hombre del Partido con el que tuvo un hijo. La cosa no pudo continuar. Así que tuvo que aceptar casarse con un suboficial de la Wehrmacht. Terminó la guerra. Llegó a provocarse un aborto, desesperada por el maltrato al que la sometía su marido, bebedor y pendenciero. Tuvo más hijos. Vivió hecha polvo. “Pero la cosa es que mi madre no llegó a ser nunca, de un modo definitivo, un ser amedrentado, sin entidad. Empezó a afirmarse”. Lo hizo leyendo. Periódicos y novelas. “Los libros los leía todos como si fueran una descripción de su propia vida; los vivía; con la lectura salía de sí misma por primera vez en su vida; aprendía a hablar de ella misma; con cada libro se le ocurría algo más sobre sí misma. De este modo, poco a poco fui conociéndola”.
Un escritor que camina, un pensador de instantes. Un padre y una madre. Las quiebras íntimas, lo más próximo como lo más extraño: de eso va la obra de Handke.
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