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Aprender resiliencia en la sierra peruana

Ningún proyecto de desarrollo rural saldría adelante sin la sabiduría, dignidad y resiliencia de los pequeños agricultores

Sede de la Agroindustria Santa Ana.
Sede de la Agroindustria Santa Ana.J. I. C.
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Muchos expertos en bienestar personal hablan de resiliencia —esa capacidad para sobreponerse a las circunstancias adversas— , pero, como me dijo alguien alguna vez acerca de las religiones afroaméricanas (candomblé, santería): “Quien sabe, no habla; quien habla, no sabe”. Los campesinos y campesinas de la sierra peruana hablan poco, pero de resiliencia saben mucho.

Hace unos meses tuve la oportunidad de comprobarlo durante mi viaje como oficial de comunicación del Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (FIDA) a Perú. Mi objetivo era documentar las actividades de los proyectos financiados por esta agencia de Naciones Unidas especializada en desarrollo rural. De propina, me traje una lección de vida a cargo de los campesinos peruanos.

Langa es una localidad a tan solo 70 kilómetros de Lima a la que se llega tras tres horas de serpenteante carretera que nos lleva desde el nivel del mar hasta casi los 3.000 metros de altura. Las calles polvorientas transpiran olvido y atraso, pero la visita a Langa encierra sorpresas.

Allí me encuentro con los ejemplos de dignidad de Yensi García (25 años) y Jazmín Salsavilca (22). Ellos marcharon a Lima para ganarse la vida, hartos de esperar nada en esta zona olvidada de la sierra. La posibilidad de beneficiarse de las ayudas del Proyecto Sierra y Selva Alta, financiado por el FIDA e implementado por el Ministerio de Agricultura, les hizo regresar. La esperanza de poder construir algo en y para su comunidad era una llamada inapelable.

Una joven de la Asociación de Productores Buenos Aires de Pichos muestra algunas de las decenas de variedades de maíz que cultivan.
Una joven de la Asociación de Productores Buenos Aires de Pichos muestra algunas de las decenas de variedades de maíz que cultivan.J. I. C.

Ellos forman parte de dos asociaciones que han puesto en marcha sendas granjas para la crianza de cuyes, roedores cuya carne es muy apreciada en toda la región andina. Impresiona oír hablar a estos jóvenes con escasa formación académica de inversiones y planes de negocio.

No cuadra con el estereotipo de un campesino de un país en vías de desarrollo, pero Yensi y Jazmín se explican con una seguridad y orgullo por lo que en los últimos meses han puesto en pie. “Antes criábamos los cuyes desordenadamente y vendíamos cuatro o cinco al mes. Hoy se está convirtiendo en nuestra actividad principal”, dicen. Admira su confianza en que, ahora que alguien les ha echado una mano, es imposible que las cosas no salgan bien.

Las emprendedoras aseguran que la puesta en marcha de la empresa les ha dado una fortaleza psicológica enorme

De vuelta a Lima paramos en Cochahuyco. Allí, Marina Sáenz es el alma mater de Agroindustria Santa Ana, una pequeña empresa de 11 socios y socias. Contagia alegría mientras muestra la pequeña pero bien equipada nave donde producen mermelada, vinagre y otros productos derivados de frutas como la manzana y el membrillo. “Añadir valor era la única forma de aprovechar nuestra producción de fruta. Muchas veces se quedaba sin recoger porque con lo poco que pagaban no merecía la pena el esfuerzo”, cuenta.

Asegura que la puesta en marcha de la empresa les ha dado una fortaleza psicológica enorme. En Cochahuayco, pese a la corta distancia a Lima, las dificultades abundan: cortes de luz, mala señal de teléfono, nula conexión a Internet. Pero es difícil detener a un espíritu decidido. “Nos pueden hacer pedidos en Facebook”, dice Marina. “¿Pero no decía que no llega Internet?”, pregunto. “Bueno, cuando bajamos a Lima, consultamos la página y nos ponemos al día con los encargos”. El próximo objetivo: exportar a Europa. No tengo ninguna duda de que lo conseguirán.

Tan solo un par de días más tarde tengo el privilegio de compartir horas de viaje con Óscar Yupanqui. Este economista de formación lleva casi tres décadas dedicado al desarrollo rural. Ahora forma parte del equipo directivo del Proyecto de Desarrollo Territorial Sostenible, otra iniciativa conjunta del FIDA y el Ministerio de Agricultura.

Hablamos sobre cómo el proyecto beneficia sobre todo a mujeres y jóvenes y aspira a detener la migración a las ciudades. Para Yupanqui la gente del campo es el único motor posible de su propio desarrollo: “Las ideas de fuera no funcionan. En desarrollo rural hay que combinar lo ancestral y lo moderno”.

Estamos en el departamento de Huancavelica y nos dirigimos a Pichos, en donde se celebra un Comité Local de Asignación de Recursos, el órgano formado por las autoridades y fuerzas vivas (ONGs, representantes de ministerios, alcaldes) de la zona que determina cuáles de las iniciativas presentadas por las asociaciones de agricultores obtienen financiación del proyecto.

Bajo un engalanado tenderete en una engalanada plaza hablo con Cirilo Yanse, presidente de la Asociación de Productores Agropecuarios Buenos Aires de Pichos. Delante de él hay ejemplos de varias decenas de variedades de maíz que son solo una pequeña muestra de las más de 100 que cultivan. Yo no salgo de mi asombro ante el papel que estos campesinos juegan en la conservación de la biodiversidad. Él explica con sencillez: “Así lo hacían nuestros ancestros”.

Ejemplos de sabiduría como los de Cirilo abundan en la sierra peruana. Es imposible contar todos, pero la historia de Ángel Sedano merece la pena. Él es lo que los expertos en desarrollo rural llaman un “talento local”, una persona que destaca por sus modos de hacer novedosos y su liderazgo en la adopción de mejoras agrícolas.

Sedano comenzó a cultivar aguacates en las zonas bajas de Pichos cuando nadie lo hacía. Este campesino quechua observó cómo sus compatriotas cultivaban el aguacate en la costa del Perú y hace una década compró unos plantones de aguacate, los transportó más de 500 kilómetros y los plantó en un valle de Pichos. Hoy, él y los 12 socios de la Asociación de Productores Agropecuarios Valle del Paraíso le sacan un buen partido a este cultivo, que venden en Lima a razón de 6-8 pesos la pieza. Otros agricultores han comenzado a copiarles.

La pobreza ha decrecido inmensamente durante la última década en el Perú, pero sigue afectando al 42% de la población rural. Pero cuando visito lugares como Langa o Pichos veo con toda claridad que, por mucho dinero que invirtamos las organizaciones internacionales, ningún proyecto de desarrollo rural saldría adelante sin la sabiduría, dignidad y resiliencia de los pequeños agricultores.

Juan Ignacio Cortés es periodista y ha trabajado como consultor de comunicación para el FIDA.

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