Cuando el bulo eres tú. Nuestra falta de criterio alimenta las ‘fake news’


Es uno de los rasgos más fascinantes de este mundo: el momento en que el ciudadano decide apagar el criterio y abandonarse a la falsedad que mejor arrope sus prejuicios
LEO EN EL PAÍS un reportaje de Manuel Viejo sobre el auge de Vox y no puedo liberarme, durante el resto del día, de la curiosa impresión de haberlo leído antes. El reportaje es un breve viaje alucinado a las razones ajenas, donde por razones debe entenderse emociones: las emociones por las cuales un pueblo más bien acomodado, con buena renta y ningún problema ligado a la inmigración, le da su voto a un grupo xenófobo y misógino (por no hablar de otras esdrújulas).
Uno de los entrevistados saca el móvil, busca un grupo de WhatsApp y pone la voz de un inmigrante que “ha venido a España para cobrar todas las ayudas posibles”; cuando el periodista le pregunta por qué sabe que la voz es la de un inmigrante, el hombre responde: “Porque es así”. Una de las entrevistadas dice que la televisión le aburre y sólo se informa por Facebook; dice que no le gustan las ideas de Vox sobre las mujeres, pero que “hay mogollón de denuncias falsas de violencia de género”; y cuando el periodista le pregunta cuánto es mogollón, la mujer responde: “Tengo un caso que conozco”.
Y entonces, de repente, recuerdo dónde lo he leído antes. Lo he leído en Colombia, en Brasil, en Alemania. En Colombia, durante los días previos al crucial referendo sobre los acuerdos de paz, las noticias de Facebook aseguraban que los acuerdos buscaban secretamente adoctrinar a los niños en la ideología de género. En Brasil, un grupo de WhatsApp acusó a Fernando Haddad, oponente de Bolsonaro, de querer distribuir biberones en forma de falo para contrarrestar la homofobia. En Alemania, informaciones publicadas en Facebook sugirieron que el Estado pagaba más a los refugiados sirios que a los parados autóctonos, y Alternativa para Alemania llegó al Bundestag cabalgando sobre ese resentimiento.
Ahora mismo recuerdo casos similares en Costa Rica, en el Reino Unido, en la India, y me digo que todos hemos hecho ese viaje a la república del "Porque es así", del "Tengo un caso que conozco". Es uno de los rasgos más fascinantes de este mundo feliz que nos ha tocado: el momento en que el ciudadano decide apagar el criterio y abandonarse gratamente al pensamiento de manada, a la falsedad que mejor arrope sus prejuicios.
En Sobre la tiranía, un manual de autodefensa para navegar por los autoritarismos de la era de Trump, Timothy Snyder dedica varias páginas a las maneras sediciosas en que los ciudadanos nos hemos convertido en enemigos de nuestras democracias, millones de candidatos manchurianos que vamos minando, sin saberlo, todo lo que hace posible eso que llamamos convivencia. El libro es un memorando sobre la fragilidad de nuestros contratos sociales, siempre imperfectos, pero sus momentos más pertinentes llegan cuando discute la precaria relación que tenemos con la verdad.
Quizá sea un síntoma de nuestro tiempo descoyuntado el que sus consejos nos parezcan básicos: “Evite pronunciar las frases que pronuncia todo el mundo”. “Llegue a sus propias conclusiones”. “Responsabilícese de lo que comunica a los demás”. En algún momento cita a Hannah Arendt: “No importa cuán grande sea el tejido de falsedades que pueda ofrecer un mentiroso experimentado, nunca bastará, ni siquiera con la ayuda de ordenadores, para cubrir la inmensidad de los hechos”. Pero dice Snyder: “La parte sobre los ordenadores ya no es verdad”.
En cuanto a los hechos, ya casi cualquiera los puede cubrir.
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