La pija eterna
Cuando escucho a Rocío Monasterio mi mente vuelve a aquellos años en que desayunaba en barras fachas para alimentar el estómago y el oído
Hasta los 19 años, yo, chica de barrio, pensaba que eso de que los pijos tenían un acento particular era una leyenda urbana. De los barrios que abarcaban el Madrid del Este yo no había conocido a nadie que hablara con esa voz nasal de la que teníamos noción por algún humorista, sin estar seguros de su existencia real. Diose la circunstancia de que yo, chica de radio, comenzara a trabajar a esa edad en una emisora ubicada en pleno cogollito del barrio de Salamanca. Se trataba de un caserón que albergaba a La Voz de Madrid. Estábamos, en aquel momento, en un territorio muy nacional, soliviantado con la democracia, franquista. Algunas cafeterías parecían albergar conversaciones de la novela Romanticismo de Manuel Longares, o escenas de La escopeta nacional berlanguiana. En invierno, los abrigos, del beige al verde, daban al ambiente un tono general que invitaba a la cacería. Era aquel verde que bauticé como Condesa Viuda de Ripalda. Y daba la impresión de que los viernes, tras el vermú, emigraban a su finca en León o en Valladolid, porque ya iban cubiertas las cabezas con un sombrerito de corte tirolés.
Mis oídos descubrieron que aquel acento al que yo no había puesto rostro existía. Mi afición a desayunar de lujo me llevaba a escaparme sola y gastarme el mísero sueldo en una de aquellas barras en las que tomaba unas tostadas fabulosas mientras prestaba oídos a las conversaciones. Era curioso: detrás de la barra, donde estaban los camareros, surgía el silabeo entrecortado del Madrid castizo, y del lado de los clientes, todo se llenaba de eses y vocales que se recreaban en el cielo de la boca. Comencé a hacer un personaje de pija en la radio. Se trataba de Mona, una vecina del barrio que subía cada día a la emisora a contar su vida regalada. Le tenía muy bien pillado el truco a esta Mona en su manera de vocalizar, mejor dicho, de no vocalizar: consistía la imitación en hablar con la boca abierta, siempre sonriendo aunque estuviera diciendo barbaridades, y con la dentadura cerrada. De esa manera, las consonantes solo se insinuaban y toda la pronunciación se volvía gangosa y nasal. Lo extraordinario es que aquella forma de hablar favorecía la amoralidad del personaje: Mona podía estar en contra del aborto y acompañar a Londres a una amiga; ir a misa los domingos y poner los cuernos al marido los sábados; ser muy sensible con la vieja tata y pagarle una miseria; indicarle al servicio lo que tenía que votar o hablar de la sinvergonzonería de la izquierda envidiosa y dejar pufos y cuentas pendientes con los operarios o los subordinados. Eran los de su clase muy franquistas, les jodía en lo más hondo que las libertades hubieran pasado a ser patrimonio de cualquiera y no de unos elegidos. Ellos y ellas habían hecho toda su vida lo que les había salido del higo, pero que lo hiciera cualquiera propiciaba el desmadre.
Cuando escucho a Rocío Monasterio mi mente vuelve a aquellos años de juventud en que yo desayunaba en barras fachas para alimentar el estómago y el oído. Es extraordinario: el habla popular se ha ido modificando, pero el del cogollito de la España eterna sigue intacto. Como intacta sigue la sonrisa, y el convencimiento de que los privilegios de clase les exoneran de rendir cuentas de sus pufos.
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