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LA MEMORIA DEL SABOR
Columna
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La profesión del silencio

El deterioro del ejercicio del periodismo gastronómico tiene mucho que ver con el modelo de relación trenzado entre cocinero y periodista

Restaurante en Londres, Reino Unido.
Restaurante en Londres, Reino Unido.Sam Mellish (Getty)

En el periodismo gastronómico latinoamericano callamos para ganarnos la vida. Todos lo hacemos. Convertimos el silencio en una media verdad, que es la forma más torticera de arropar la mentira. El nuestro, que fue el oficio de contar, es ya la profesión del silencio. Enmudecemos cuando nuestro trabajo debería ser el escaparate de las voces que nos rodean. Callamos casi siempre; nos especializamos en tejer tramas de ocultamiento. Callamos cuando una profesional de cocina denuncia haber sido violada por su jefe directo en un viaje de trabajo. Cerramos los ojos, después de eso, al saber que le cuesta encontrar trabajo en otro negocio y velamos la referencia al acusado, identificado con nombres y apellidos. No importa si es exitoso o no, aunque el peso de la marca y la referencia de la propiedad lleguen a contar más que la realidad y la tragedia. Seguimos callando cuando las cocineras jóvenes y no tan jóvenes denuncian acoso, gestos sexistas y desprecio en las cocinas. Callamos cuando los chicos reclaman sueldos y condiciones de trabajo que los dignifiquen como seres humanos, y reforzamos el silencio si denuncian maltrato por los cocineros que mandan. Siempre callamos, aunque nuestro mutismo se hace más denso cuando afecta a las testas coronadas de la alta cocina. Callamos para preservar una reputación que muchos no se han ganado.

Ocultamos el reclamo de los practicantes, obligados a trabajar hasta 14 horas diarias. Disimulamos en público cuando los precios se desmandan, aunque lamentemos en privado el coste de comer fuera de casa. Enmudecemos cuando una botella de vino cuesta el equivalente a una caja de seis comprada en tienda, o cuando el restaurante se embolsa 50 dólares por abrir la que el cliente llevó de casa, prestarle copas para un rato y hacerle el favor de servirla. Callamos cuando hay casi tanto producto en el menú del día de un comedor popular como en una comida de 150 dólares servida en un negocio de relumbrón. No rechistamos cuando los empleados que te lo sirven ganan en un mes menos de lo que tú y tu acompañante pagasteis por la cena. Encubrimos al cocinero que sitúa al productor en el epicentro de su pantomima promocional, lo viste con trajes regionales para grabarle cosechando papas y exhibirlo en foros públicos, aparentando un compromiso que nunca existió. Silenciamos la inconsecuencia mientras velamos las zonas de oscuridad que enmarcan la realidad del plato.

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Ocultamos las carencias técnicas del cocinero de moda, las lagunas conceptuales que hacen chirríar sus platos, su inconsecuencia en el discurso y sus delirios de grandeza. Nos amorramos para amparar la mentira del profesional, autoproclamado defensor de una naturaleza que solo visita en calidad de artista invitado. Vivimos más preocupados por no incomodarles que por hacer nuestro trabajo, que consiste en mostrar y en algunos casos valorar. Nuestra afonía casi siempre tiene excepciones. Levantamos la voz y vamos con todo cuando se trata del comedor que nunca quiso estar en esto y solo pelea por sobrevivir, el restaurante medio sin referencias de relumbrón, la cafetería o la tasca sin aspiraciones. Nos lavamos la cara con ellos mientras encubrimos a quienes reclaman el diezmo después de una invitación a comer, que suelen ser los que mandan en las guías y las listas. Por lo demás, callamos; siempre callamos.

El deterioro del ejercicio del periodismo gastronómico tiene mucho que ver con el modelo de relación trenzado entre cocinero y periodista. No sé bien cuando ni como sucedió, pero el final de la década nos encuentra convertidos en groupies. Nos mostramos en las redes celebrando el trayecto que nos lleva al restaurante, volvemos a hacerlo antes del almuerzo, amartelados al cocinero, y repetimos nada más acabar la ceremonia, olvidando que Instagram también es el gran chivato de nuestro tiempo. Cada selfie entroniza otra impúdica historia de dependencia. Para hacer información también se necesita ganar distancia. Hemos perdido el pudor y buena parte de la dignidad renunciando al ejercicio del periodismo para intentar convertirnos en influencers, que vienen a ser la translación a la cocina de los vendedores de aspiradoras a domicilio de los 60; sonrisa edulcorada engarzada al requiebro del trilero.

Hemos callado mucho y demasiado tiempo. Va siendo hora de volver a trabajar.

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