Arquitectura descrita con sentimientos
En la última novela de Delphine de Vigan, 'Las lealtades', no se describe la arquitectura pero se siente oprimiendo, representando o explicando un anhelo con ella. También ofreciendo su escondite
Las novelas para adultos con protagonistas niños son un género con tendencia a no acabar bien. Los niños se suelen hacer daño sin que sus padres lo sospechen, o sin que puedan hacer nada. Los padres suelen hacerles daño sin darse cuenta o mientras se lo hacen a sí mismos. Por sombrío que parezca, este panorama es un lugar común en la sociedad occidental contemporánea. Por eso, la última novela de la escritora francesa Delphine de Vigan Las lealtades (Anagrama) apela a cualquier lector: porque todos hemos dudado, no hemos estado a la altura, hemos callado, hemos mirado para otro lado, hemos sido tomados por locos cuando protestábamos o nos hemos ido hundiendo sin apenas poder entender cuándo empezó a torcerse todo. Esto es: cuando comenzaron los problemas con los niños. En el mejor de los casos, muchos hemos caminado temporalmente por esos derroteros cotidianos y desconocidos a la vez en una travesía difícil de olvidar. En el peor, vivimos atemorizados porque no nos llegue a pasar.
Sabemos que los dos niños protagonistas de Las lealtades de Delphine, de Vigan, viven en París por la parada de metro cerca de la que está la casa del padre de Theo, uno de ellos: place d’Italie. No hay en la novela nada más de la ciudad. Ni un semáforo ni el bordillo de una acera. Las lealtades cuenta la vida cotidiana de ocho ciudadanos franceses —padres, profesores y alumnos—. Y la acumulación de pequeñas decisiones que termina por definir una vida. No hay en el libro descrito ningún paisaje, más allá del interno de los personajes —que no está descrito sino implícito en sus acciones—. Así, esta es una novela en la que no hay arquitectura. Por eso está incluida en este blog: porque está claro que es imposible vivir sin arquitectura. Entonces, ¿qué es lo que hace que no la veamos? ¿Es bueno o es malo que no la veamos?
De las tres viviendas que aparecen en la novela, sabemos que una está ordenada y que quiere parecerse a las de la alta burguesía. A pesar de eso, no sabemos específicamente cómo es. Las otras dos son pisos. Uno, el que está cerca de la parada de metro Place d’Italie, está desordenado y le han cortado la luz. El otro está maniáticamente ordenado, a oscuras y en él reina el silencio. Un niño sabe que su vida mejora allí cuando no hace ruido.
De la escuela sabemos que un guarda vigila que no haya alumnos por los pasillos ni por la escalera. Pero no sabemos cómo son los pasillos. Ni las clases. Tampoco la escalera, aunque sí debemos imaginarnos que entre el hueco de la escalera y un armario existe un escondrijo de difícil acceso. Y tenemos que creerlo porque los dos niños hacen de ese escondite su morada.
No hay más arquitectura, urbanismo o interiorismo en esta novela y, sin embargo, como lectores vemos los lugares con mucha más claridad que si estuvieran descritos o incluso dibujados. Por eso la lectura arquitectónica de un libro así no es tanto cómo o qué sino por qué: ¿Por qué nos reflejan los lugares? ¿Qué en ellos nos hunde y qué nos ayuda a estar mejor? ¿Dejan alguna vez de retratarnos? Uno puede mentir con la palabra. Puede mentir con el vestido, pero la casa es como la cara: incluso cuando se maquilla o se disfraza habla de nosotros. Se hace eco de nuestra verdad. Aunque esta sea una mentira.
Babelia
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