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Columna
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No curen la homosexualidad

Los comportamientos homosexuales se han demostrado ya en 1.500 especies animales de toda adscripción geográfica y taxonómica

Javier Sampedro

Ahora que el derechismo bravío vuelve a la escena política con su exaltación del hombre blanco, de la mujer-mujer y de una moralidad que parece inspirada en Roberto Alcázar y Pedrín, no vamos a tener más remedio que volver a examinar cuestiones tan básicas como la naturaleza de la homosexualidad. La derechona psiquiátrica sigue empeñada en considerarla una especie de enfermedad o desviación cultural y sigue estafando a cualquiera que se le acerque con sus terapias antigay y sus prejuicios irracionales. La ciencia desmiente todas esas fantasías dañinas.

La homosexualidad no es una enfermedad ni una desviación cultural, sino una más de las versiones de la normalidad que coexisten pacíficamente en nuestro planeta, o que lo harían de no ser por los pelmazos fundamentalistas dedicados en exclusiva a estropear lo que ya funciona. Los comportamientos homosexuales se han demostrado ya en 1.500 especies animales de toda adscripción geográfica y taxonómica, del erizo de mar al calamar de Humboldt, del ganso a la serpiente, del pingüino al macaco y a una larga lista de bichos a los que no podrías mirar ni estando vivos, como le decía James Stewart a Grace Kelly en mi película favorita, La ventana indiscreta. La mera observación de las especies demuestra que la homosexualidad no solo es un comportamiento normal en nuestra especie, sino universal en el mundo animal.

Tras conocer esos datos, una pregunta bien sensata es ¿por qué? ¿Por qué existe la homosexualidad? Según las teorías de Darwin (la selección natural y la selección sexual), no parece tener mucho sentido. Los seres vivos que pasan su legado genético a la siguiente generación suelen ser heterosexuales, por razones obvias. Es cierto que la tecnología actual permite saltarse esa servidumbre de la naturaleza, pero eso no tiene nada que ver con un fenómeno que ha persistido durante 500 millones de años. Un comportamiento que muestra el 10% o el 15% de los individuos de cualquier especie animal debe tener una razón evolutiva, y no sabemos cuál es.

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Cuando alguien me pregunta por qué existe la homosexualidad le respondo con otra pregunta: “¿Y por qué existe la heterosexualidad?”. Vale, ya sabemos que hay razones darwinianas para lo segundo, pero como le dijo un día Francis Crick a Stephen Jay Gould: “Lo malo de vosotros los biólogos evolutivos es que os preguntáis por qué antes de saber cómo”. Puede que sea una crítica fácil de hacer viniendo de un tipo que había descubierto la doble hélice del ADN y el código genético —el cómo de la biología—, pero el dardo esconde una idea importante, como solían ser las de Crick. Volviendo a nuestro tema, si quieres entender la biología de la homosexualidad, tendrás que entender también la biología de la heterosexualidad. La diferencia entre el cuerpo de una mujer y el de un hombre es una sutileza geométrica. Nuestra orientación sexual se debe a unos procesos cerebrales que no entendemos. Necesitamos conocer el cómo antes de abordar el porqué.

Entretanto, la bióloga Julia Monk, de la Universidad de Yale, y cuatro colegas han propuesto una hipótesis rompedora en Nature Ecology & Evolution. Postula que la condición basal de las especies no es la heterosexualidad, como indica el darwinismo más obvio, sino un todos contra todos en el plano libidinoso. Da que pensar.

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