Atracones de series y aislamiento: así cambió Netflix nuestra forma de ver la tele
La consolidación de las plataformas de 'streaming' ha revolucionado nuestra forma de consumir contenidos. Aumenta la oferta, pero también se debilita el acervo cultural común
La frase "ver la televisión" no significa hoy nada. La puede decir un chaval que sigue Juego de tronos por el móvil con tanta autoridad como alguien que, usando el ordenador, rebusca en la web de RTVE ediciones clásicas del Un, dos, tres. Por poder, la puede decir incluso una persona sentada delante de un televisor, dedicada, Dios le libre, a ver lo que pongan en ese momento. La televisión, ese artefacto totémico que ayudó a definir el siglo XX, que hizo y deshizo presidencias y erosionó fronteras con su poder unificador, es ahora un término polisémico cuyo significado cambia según quién lo use, incluso dentro de la misma familia. Ni siquiera basta con diferenciar la televisión de toda la vida del streaming —retransmisión por Internet— porque hasta esos términos cargan ya demasiados significados. Las cadenas generalistas han sacado, este año, sus propias plataformas de streaming con el mismo contenido que emiten en abierto (aunque si el espectador paga, puede ver también contenido exclusivo). Y no es lo mismo el streaming que pueda ofrecer Netflix que el de Amazon; o el de Apple, que lanzó su propia plataforma en 100 países hace unas semanas; o Disney, que lo hará en Estados Unidos dentro de unos días.
Reed Hastings, el fundador de Netflix, observó hace unas semanas, ante la proliferación de plataformas y modelos televisivos este otoño en todo el mundo: “Entramos en un mundo nuevo a partir de noviembre”. Eso cuando el mundo que supuestamente dejamos atrás tampoco era exactamente viejo: la herramienta que antes nos unía a través de un acervo cultural común sin igual en la historia acababa de convertirse en un mecanismo de aislamiento. ¿Cómo nos va a cambiar ella a nosotros?
El Ayuntamiento de la ciudad de Toledo, en Ohio, detectó en 1954 que el consumo de agua se disparaba repentinamente en momentos extremadamente concretos de cada tarde. Era toda la gente que usaba el baño durante las pausas publicitarias del concurso de la tarde. En aquellos años cincuenta, la televisión empezaba a tener un alcance masivo y su poder, sobre el individuo y la sociedad, se iba haciendo cada vez más evidente. Bastaba con dejarse cautivar por una pantalla, o ver cómo se hipnotizaban grupos de transeúntes ante los escaparates que las vendían. George Gerbner, decano emérito de la escuela de comunicación de la Universidad de Pensilvania, dedicó buena parte de su vida (murió en 2005) a estudiarlo, y, en 1968, definió su influencia de manera casi poética: “En tan solo dos décadas de experiencia en todo el país [Estados Unidos], la televisión ha transformado la vida política de la nación, ha cambiado los hábitos diarios de su pueblo, ha moldeado el estilo de esta generación, convertido accidentes locales en fenómenos globales, redirigido el flujo de información y valores, desde los canales tradicionales hacia las redes centralizadas de cada hogar. En otras palabras, ha impactado profundamente en lo que llamamos el proceso de socialización, el medio por el que miembros de nuestra especie se convierten en humanos”.
La fórmula de aquellos días se mantuvo durante décadas: el contenido y la hora en la que se emitía eran dos partes del mismo todo; un átomo indivisible que sin embargo se intentó dividir con cada avance tecnológico. Las cintas de vídeo, la televisión por cable, el DVD, los grabadores digitales y, finalmente, las plataformas que ofrecían por Internet los contenidos de las cadenas intentaron a su manera liberar al espectador de los confines de la parrilla.
En 2013, Netflix, que empezó alquilando DVD por correo antes de tener una plataforma, presentó su primera serie. House of Cards consistía en 12 capítulos de aproximadamente una hora de duración pensados para ser consumidos por streaming. Aquel 1 de febrero, la temporada se publicó íntegra por Internet, sin reglas de cómo ni cuándo verla. Al presentarla en un festival cultural de Edimburgo, su protagonista, Kevin Spacey, lanzó una pregunta: “Trece horas vistas como un todo cinematográfico, ¿en qué se diferencia del cine?”. En otras palabras, si no hay programación, ¿se puede considerar esto televisión? A su manera, con aquella serie mediocre, Netflix acababa de dividir el átomo.
El streaming ha hecho que la televisión sea, por primera vez, una actividad solitaria y de reafirmación
El diccionario de Oxford registró meses después un nuevo término que se había popularizado por Internet: binge-watching, literalmente, ver en atracón. Se refería al nuevo modo de consumo de televisión online. Las plataformas ofrecían contenidos y el espectador los troceaba y servía como le apetecía. Eso que Netflix —y las otras plataformas, como Amazon, que fueron surgiendo con un modelo similar— tanto incentivaba que se recibió como un nuevo paradigma narrativo, una liberación de las opresiones de la televisión generalista; incluso se utiliza hoy como reclamo publicitario de compañías telefónicas. Además, un algoritmo pasaba a ser el que propone qué veremos a continuación, sin dar apenas tiempo a que uno piense, favoreciendo así la cultura del atracón, ahondando en la reclusión en nuestros nichos de consumo. Se erigió un muro: el streaming puede ser televisión, pero no es tele. La lectura clásica, casi marxista, de la televisión como un mercado donde un gran poder, el medio, traficaba con espectadores ante otro gran poder, el anunciante, se convirtió en su principal rasgo comparado con el nuevo invento. La tele era para los pobres narcotizados que viven confinados entre cortes publicitarios y promociones, aquellos dispuestos a sacrificar su propio gusto para vivir en sociedad. La tele es en este discurso un opiáceo audiovisual, y verlo en exceso envenena. “Toxicidad televisiva aguda”, la llamó el crítico James Endrst en una columna de 1992. La describía: “Soy un hombre enfermo. Me encuentro confuso, desorientado. Me río con cosas que no tienen gracia. Escucho voces. Me olvido de quién soy. A veces la cabeza se me queda totalmente en blanco… Y…, y… ¿de qué estaba hablando? Ah, sí. Mi enfermedad”.
No así el fino consumidor de streaming, emancipado de la parrilla televisiva, que ejerce de dueño de su destino eligiendo qué ver entre varias filas de contenidos diseñados para atracones. Él también pasa horas ante la pantalla, pero en busca de capital cultural, un texto televisual digno de su atención plena. Su comida es más saludable, él puede excederse. “La vieja televisión era mejor que lo que decían intelectuales de la época, pero aun así tenía limitaciones y vivía presa por los géneros. Con el streaming, los productores pueden contar historias más complicadas, los actores trabajan con más matices y los guionistas escriben más intensamente”, promete el antropólogo Grant McCracken, que ayudó a Netflix a investigar la mecánica del atracón durante sus primeros años. “Hemos pasado de unirnos por el común denominador a hacerlo por la calidad. Las conversaciones ahora empiezan con ‘¿Qué estás viendo tú?”.
La realidad es que poca gente ve lo mismo. El éxito del modelo ha disparado la producción televisiva. El año pasado se estrenaron 495 series para quienes quieren ver ficción (este año se espera superar ese récord); para quienes prefieren realities, Estados Unidos produce 950 títulos anuales, más los producidos en España. El streaming ha hecho que la televisión sea, por primera vez, una actividad solitaria, un acto de reafirmación, pero también de repudio al otro. El filósofo surcoreano Byung-Chul Han sitúa aquel nuevo término, binge-watching, en el centro de una cultura hiperconsumista y decadente, marcada por el rechazo a la otredad. “A los consumidores se les ofrecen continuamente aquellas películas y series que se ajustan por entero a su gusto, es decir, que les gustan. Se les ceba como a ganado de consumo siempre con lo mismo”, escribe en La expulsión de lo distinto (Herder, 2017). Y anuncia: “El binge-watching se puede generalizar declarándolo el modo actual de percepción”.
“Perder ese terreno común hace más difícil entender a otros grupos”, dice un neurocientífico
¿Qué pierde una sociedad cuando se queda sin espacios de encuentro? “Los intereses comunes lo son todo: es lo que nos permite desarrollar un lenguaje común, interpretar las acciones del otro y resolver discusiones. La personalización de los medios y el visionado individualizado de películas debilita el tejido común de nuestra sociedad”, alerta el profesor de neurociencia de la Universidad de Princeton Uri Hasson, que estudia la influencia de las historias y los medios en el cerebro. “Perder ese terreno común hace que resulte más difícil entender la perspectiva de otros grupos, lo que a la vez nos hace más vulnerables a la manipulación y menos capaces de decidir con qué reglas resolver discusiones”.
El riesgo de que darse atracones de series precipite el fin de la civilización no es grande, al menos de momento, como tampoco lo es que el streaming acabe con la televisión generalista (cuyo consumo cae cada año, influido por las plataformas, pero a un ritmo que no preocupa a sus observadores: un 3,2% en España entre septiembre de 2018 y 2019). Pero lo que llama la atención a los académicos consultados por EL PAÍS para este artículo es el cambio de rumbo, hacia la negación de lo común, que el visionado en atracón ha traído no en lo industrial, ni cultural ni sociológico, donde es discutible, sino en lo psicológico.
La televisión tradicional ofrece tensión para mantener al espectador; el streaming, relajación
Ese abstracto concepto de binge-watching solo deja definir a partir del individualismo personal. Tres investigadoras de la Universidad Anglia Ruskin, Tanya Horeck, Mareike Jenner y Tina Kendall, lo descubrieron al intentar describirlo con exactitud el año pasado. Su primera propuesta es que nadie está de acuerdo qué constituye un atracón de contenidos televisivos porque cada uno lo define a su manera según su edad, ocupación y situación familiar. “Lo único que permanece estable es que el binge-watching siempre se entiende como un visionado autodeterminado”, cuentan. Por eso, una película puede consumir más horas que dos capítulos de una serie, pero solo lo segundo cuenta como maratón. Solo lo segundo le cede el control al usuario: ese nuevo capítulo se convierte en la siguiente fase de un videojuego, a la que hemos llegado tras superar la anterior. Y esa soledad altera toda la experiencia. El crítico de The New York Times James Poniewozik define la experiencia del atracón como “la absorción”: el sentimiento narcótico de dejarse inundar por una serie que, movida como por una marea, alcanza todo nuestro tiempo libre, allá donde lo encuentre, en vacaciones o fines de semana. La televisión tradicional ofrece tensión para mantener al espectador; el streaming ofrece relajación.
Nadie está de acuerdo en lo que supone un atracón de contenidos: cada uno lo define según su situación
Ese cambio de dinámica no es pequeño. La televisión, alertaba Theodor Adorno en Televisión y cultura de masas, un artículo escrito en 1954 —cuando las pausas publicitarias de un concurso aún disparaban el consumo de agua de Toledo—, se mueve tanto por imágenes como por mecánicas ocultas, “mecanismos que actúan bajo el disfraz del realismo”, ante los que el espectador no estaba “sensibilizado”, y tenían “efectos inicuos”. El streaming supone una alteración fundamental de los principios rectores del medio. Con la televisión tradicional como contrapeso y la competencia de las redes sociales, pero igualmente fundamental.
“La tecnología importa. La televisión antes tenía un efecto centralizador que con el universo multicanal y el streaming ya no tiene”, declara Thomas Streeter, quien investiga el papel de la tecnología en la cultura desde la Western University de Londres. “Pero yo no echo de menos esa cultura de consenso prefabricado que experimentamos a través de sistemas televisivos centralizados. Al final, el experimento democrático sigue siendo joven”.
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