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Columna
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Los otros

La otra parte de Cataluña, la que le sigue siendo leal, es la que está siendo silenciada

Fernando Vallespín
Los manifestantes sujetan una enorme estelada en el centro de Barcelona.
Los manifestantes sujetan una enorme estelada en el centro de Barcelona. AFP

Hay dos frases que siempre me han gustado porque sirven para aminorar la pomposidad de los empeños humanos. La primera es del filósofo Clarence Lewis: “no hay ninguna razón a priori para presuponer que la verdad, una vez descubierta, va a ser necesariamente interesante”. Y la otra no tiene autor conocido, aunque se la oí decir en su día a John Rawls: la intensidad con la que alguien defiende sus preferencias, opiniones o ideas es independiente de su razonabilidad o de su contenido de verdad. Esta última se aplica sobre todo al espacio de lo político, donde parece que el ímpetu o el ardor en la defensa de algo se identifica enseguida a su mayor legitimidad.

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Lo menciono por las manifestaciones de Cataluña, donde las ingentes protestas por la sentencia tratan de añadirle un plus de legitimidad a la causa independentista. De ahí algunas de las reacciones que nos encontramos en la prensa extranjera. ¿Qué les deben estar haciendo a estos pobres para que salgan a la calle en masa y paralicen el país? Ya se sabe, el papel de víctima siempre es el más rentable en un mundo dominado por la economía de la atención. Si se tomaran en serio su labor informativa sabrían que son manifestaciones perfectamente orquestadas desde el propio poder político y social de Cataluña. No es el Tercer Estado alzándose contra la opresión del rey y la nobleza, o el proletariado frente a la explotación capitalista. Quien ahora mismo se está manifestando allí es el grupo que controla prácticamente todos los resortes de la sociedad catalana, desde la escuela, pasando por los medios públicos hasta la propia Generalitat. Y ha conseguido que la voz de los que no comulguen con ellos apenas se escuche. Tampoco es una colonia alzándose contra la dictadura de la metrópoli. El supuesto Estado opresor apenas interviene en la vida cotidiana de los catalanes, que se autogobierna con una libertad casi sin igual en cualquier otra región europea.

Es una rebelión de los poderosos a los que mueve el no serlo del todo. Ser parte del Estado de al lado se lo impide. De la falta de cintura política de este Estado en relación con la cuestión catalana ya me he ocupado innumerables veces, pero no de su función como contrapeso frente a esta dinámica. Porque la otra parte de Cataluña, la que le sigue siendo leal, es la que está siendo silenciada. Es sobre todo la de las banlieues de las grandes ciudades, la de los que llegaron a esta tierra desde hace más de un siglo huyendo de la necesidad y la miseria. Son los que sufren el peso del discurso hegemónico y tratan de pasar desapercibidos para evitarse problemas. Y su sufrimiento es doble, porque también les duelen los errores de quienes desde el otro lado han ignorado la complejidad de la sociedad en la que viven. Son los auténticos perdedores, los que deberían estar en la calle. Solo saben que su única defensa es el voto. No es poco, al final resulta ser mucho más poderoso que mil manifestaciones. Pero sufren la condena de que fuera apenas se habla de ellos, la verdad sin interés mediático; la mitad invisibilizada en Cataluña o instrumentalizada en las guerras políticas de Madrid. Cada vez tienen menos claro a qué pueblo se adscriben. Por eso mismo, a ellos les pertenece el futuro: son los heraldos de un mundo carente de una única patria obligatoria.

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Sobre la firma

Fernando Vallespín
Es Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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