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Tribuna
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¿Incomprensible?

El independentismo está ganando la batalla de la hegemonía porque ningún adversario se la ha disputado. España no ha elaborado una estrategia que conteste los cimientos del ‘procés’

Íñigo Torres Estévez
ENRIQUE FLORES

El deterioro de la situación en Cataluña sigue generando una cacofonía de interpretaciones disonantes en la calle, en el Parlament o en Madrid, como si se tratara de un fenómeno incomprensible. Siendo ciertamente un proceso complejo, la falta de entendimiento y de diálogo entre los distintos actores ha generado una brecha de incomprensión que se ha convertido en sí misma en el principal factor de conflicto. En realidad, el recurso al “es que no nos entendéis”, repetido por los independentistas desde hace años, es a la vez la causa y la consecuencia de la fractura que sufre Cataluña. El procés es una estrategia secesionista mal entendida que los partidos de ámbito nacional han alimentado como si verdaderamente no se enteraran de nada, contribuyendo gravemente a la desconexión.

Es particularmente preocupante que sigan sin entenderse los mecanismos de poder en el epicentro de la estrategia actual del independentismo, pese a que Artur Mas los anunció claramente en su campaña de 2012 con iconografía mesiánica. Su eslogan La voluntad de un pueblo presagiaba la instrumentalización de la ciudadanía como estrategia de conquista del poder, en un proceso de abajo arriba, pero impulsado, claro está, por los de arriba. Desde entonces, el secesionismo ha trabajado con un solo objetivo, que nunca fue la independencia ni lo es ahora, sino en generar las condiciones necesarias para que ésta se pueda producir, haciendo un uso muy sofisticado del modelo de hegemonía política que propuso Antonio Gramsci para provocar cambios sistémicos mediante la instrumentalización de la sociedad.

El punto de partida es que no es posible alcanzar una adhesión mayoritaria de los catalanes basada en la racionalidad política que tradicionalmente ha guiado a los electores (empleo, pensiones, salud, etcétera), porque el proyecto independentista no es viable y porque además esta adhesión racional objetiva no serviría de mucho: es volátil (sujeta a la coyuntura económica, por ejemplo), no es colectiva (lealtades de clase y partidos) y es frágil, al anteponer el pragmatismo a otras consideraciones. El independentismo ha superado estos mecanismos tradicionales objetivos de la razón política incidiendo en los elementos subjetivos del individuo: la moral, las emociones y la identidad. Pues bien, la construcción de esta voluntad popular nueva, “la voluntad de un pueblo” que anunciaba Artur Mas es, según la teoría de Gramsci, la etapa anterior e imprescindible a la creación de un régimen alternativo: esto es lo que el independentismo ha llamado el procés: la lucha por la hegemonía política, no la lucha por la independencia.

El catalizador del conflicto es el manejo de la frustración social que genera el concepto del “derecho a decidir”

La lucha por la hegemonía persigue la apropiación de conceptos que todos entendemos como positivos: la democracia, el pacifismo, etcétera, que son entendidos como no políticos, pero que en definitiva determinan qué papeles sociales son legítimos y cuáles no lo son. La construcción de hegemonía ha consistido en diseñar unas lentes que interpretan la medida moral de la sociedad catalana, lo que es bueno, lo que es normal, lo que determina la verdad y la mentira. El éxito del procés hasta ahora son estas gafas, es esta construcción de legitimidad para un nuevo orden. Sin embargo, para que la batalla de la hegemonía moral legitime y trascienda lo político debe rubricarse con una base electoral más amplia. En torno a este tacticismo discuten las fuerzas independentistas actualmente en busca del momentum —la superación de la fase del procés— pulsando entretanto el rol de las masas (tsunamis). Así, el conflicto institucional y social permanente no se propicia para lograr la independencia, sino para visibilizar la represión y ensanchar la base social catalana. La política de confrontación y el 155, al menos en un primer momento, representaría otro éxito del procés.

Así, con todo, el principal catalizador del procés es el manejo de la frustración social que genera el concepto del “derecho a decidir”. Este supuesto derecho se ha impuesto de forma transversal en la sociedad catalana —y hay que subrayarlo, también en la vasca— presentándose además como moralmente incontestable. El referéndum del 1-O no perseguía consultar a la ciudadanía, sino visibilizar una opresión ilusoria y, en particular, sembrar una frustración insoportable, fundamental para ampliar la base hacia los no nacionalistas. En esta lógica poco importa que el derecho de autodeterminación y la opresión existan o no. En la nueva ciencia política la verdad se define como lo que genera realidad, es decir, lo que tiene capacidad de seducir a las masas, aunque sea una gran mentira.

Lo que sucede no es ni más ni menos que la pervivencia del Estado nación y de la convivencia en Cataluña

Este enfoque no se ha entendido desde Madrid, y de ahí que el famoso adagio independentista “es que no nos entendéis” sea enteramente cierto, porque las partes comunican en espectros desconectados, el objetivo y el subjetivo. España lleva años definiéndose a sí misma como una marca, no como una nación. Se reduce a un Estado amoral, pues solo habla de leyes o de medios coercitivos para imponerlas, que ofrece en el mejor caso una reforma de la Constitución o un nuevo pacto fiscal, como si estos factores tuvieran alguna significancia a estas alturas. España ha renunciado a proponer una interpretación alternativa de los elementos subjetivos, no ha elaborado una estrategia que conteste los cimientos del procés, que reconozca el desafío político, ni desmontado el engranaje emocional de los independentistas sin fronteras, ni cuestionado la farsa de un derecho de autodeterminación que es en realidad una violación de derechos, ni apelado en positivo a los valores de la convivencia. El independentismo está ganando claramente la batalla de la hegemonía sencillamente porque ningún adversario se la ha disputado, lo cual a su vez genera nuevas desafecciones en una población que genuinamente no entiende que se trate a Cataluña como un problema de orden público.

El nivel de desconexión es muy preocupante por muchos motivos, pero debemos detenernos en dos. El primer error de diagnóstico es precisamente la falta de entendimiento sobre cuál es el objetivo fundamental de la contienda política: el alcance de lo que está sucediendo no es ni más ni menos que la pervivencia del Estado nación y de la convivencia en Cataluña. Por un lado, no parece que los sectores independentistas más moderados estén midiendo el grave riesgo de desbordamiento de su estrategia. En el lado constitucionalista, la respuesta se produce únicamente en el plano reactivo, lo que lejos de desactivar la carga emocional produce un escalamiento hacia la llamada “desconexión irreversible” que podría llevar a una situación de colisión.

La segunda equivocación consistiría en pensar que tras la sentencia del Tribunal Supremo el procés ha fracasado o bien que estamos viviendo ya el anunciado choque de trenes con los brotes de violencia o bien que, al contrario, el independentismo está a punto de alcanzar sus objetivos. En absoluto: lo que vive Cataluña es la etapa anterior. La lucha por la hegemonía es la actividad que decide el terreno de batalla, que construye las lealtades de la sociedad y las interpretaciones de la realidad en bloques distintos. El procés está consiguiendo una dominación, pero ha creado techo en Cataluña, lo que genera un bloqueo y una espiral. El desafío secesionista requiere una movilización política a la altura del estado de excepcionalidad, con un bloque constitucionalista que supere el partidismo, y desarrolle una estrategia transversal que rebaje la tensión y que dispute la esencia del procés, no la independencia.

Íñigo Torres Estévez es experto en Protección y Derecho Internacional Humanitario.

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