Patrimonio nacional (Cementerio Central, Bogotá)
Uno de los problemas más graves de Colombia sigue siendo esta manía de negar los cementerios
Usted puede decir lo que quiera sobre el alcalde de Bogotá, pues el hombre es una máquina incontinente de frases antipáticas y crudas, pero no podrá decir de él jamás que no haya querido ser alcalde de Bogotá desde que era un niño alto. El señor Enrique Peñalosa, hijo de político así ello nos suene hoy a ofensa, no sólo se ha lanzado cinco veces a la alcaldía de esta ciudad postergada e irrespetada desde hace ya 481 años, sino que ha sido elegido en dos ocasiones porque en las dos ha sido clarísimo que –a pesar de que también se haya lanzado a la presidencia vaya usted a saber por qué– la cumbre de su carrera política ha sido esa: ser alcalde. Lo cual es un verdadero alivio, claro que sí, en un país en donde todo el mundo quiere dirigir la película.
Yo nunca he votado por él. Y entonces me alegra cuando es bueno, y me encojo de hombros cuando suelta una barbaridad. Por ejemplo: el Consejo Nacional de Patrimonio declaró patrimonio nacional un lote, vecino del Cementerio Central de Bogotá, que fue llamado “el cementerio de los pobres” porque allí hay cuatro columbarios de 150 metros –y hay 8.957 nichos intervenidos por la artista Beatriz González, ni más ni menos, a partir de fotos de diarios– que fueron ocupados por las víctimas del incendio y el desmadre y la mortandad del viernes 9 de abril de 1948. Y el alcalde Peñalosa, que quería hacer en ese terreno uno de sus innegables parques, perdió la cabeza en Twitter y arremetió contra los vivos y los muertos durante un par de horas largas: regañó, con ironía fallida, a los ediles de la localidad de Los Mártires, a “los sabios” del Consejo Nacional de Patrimonio que a “esos dibujos les dieron la importancia del Coliseo de Roma” y a los “artistas e intelectuales chapinerunos” que prefieren un camposanto a un espacio para jóvenes.
Y cerró la gritería de niño contrariado, que bien habría podido hacerla mentalmente, de la peor de las maneras: “La artista Beatriz González es muy importante (me encanta su obra)... ¿pero tanto?”, tuiteó.
Pero claro que lo es. Y no hay que ser un edil de Los Mártires, ni un experto en patrimonios nacionales, ni un intelectual de Chapinero –que, según la lógica de Peñalosa, suena imposible–, sino apenas un ciudadano con el alma en vilo para comprender que uno de los problemas más graves de Colombia sigue siendo esta manía de negar los cementerios, esta resistencia vil a narrarse que en el fondo es resistencia a la terapia, y esta peligrosa, profunda, ancestral ignorancia sobre sí misma que no tiene fin: este salvaje irrespeto por las historias de sus vivos y las memorias de sus muertos. Y si alguien ha estado recogiendo nuestro pasado, y rescatando nuestro humor para sobrevivirlo, esa ha sido la pintora Beatriz González: “Quitarle la función a un cementerio es casi imposible porque las auras de los muertos están ahí”, explicó el viernes.
Y la noticia de la protección de los columbarios que intervino fue otra demostración de que ella es así de importante, sí, tanto. Y fue un recordatorio de que también el arte devuelve el alma al cuerpo.
Se va Peñalosa en un par de meses. Y se busca un alcalde o una alcaldesa de Bogotá que, como él, haya querido serlo desde los megalómanos días de la infancia, pero que, a diferencia de él, entienda de memorias, de cementerios de víctimas, de auras: se busca un alcalde o una alcaldesa que, como él, no vea el Palacio Liévano como una estación en el camino a una gloria que jamás llega, sino como una cumbre más que suficiente, pero un alcalde o una alcaldesa que, a diferencia de él, sepa que de nada sirve convertir la ciudad en una suma de parques si no se trasforma al mismo tiempo su cultura antipática, cruda e incapaz de reconocerse a sí misma.
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