La sentencia como oportunidad
Tras casi diez años de desgaste, todos deberían haber aprendido cómo no hacer las cosas
Con la primera de las sentencias contra los dirigentes políticos del independentismo catalán culmina un periodo político en el que los jueces han rellenado el espacio desocupado por la política, después de que los partidos y sus dirigentes perdieran el control del conflicto institucional en unas condiciones especialmente adversas. Habrá quienes pongan el foco sobre lo excesivamente duro de las penas impuestas, quienes vean exactamente lo contrario, quienes incluso discutan la idoneidad de este proceso judicial, y quienes se feliciten por él.
Como señalaba Ran Hirschl en Towards Juristocracy, en un tiempo en el que las élites políticas se muestran demasiado débiles para afrontar problemas de especial trascendencia para la comunidad de ciudadanos a los que no ven salida fácil, por los costes políticos y electorales que pueden acarrear, estas pueden optar por trasladar el peso de la resolución a los agentes judiciales. De este modo, mediante la judicialización de la alta política, Gobiernos y Parlamentos renuncian a resolver aquellos asuntos que, en otros tiempos, hubieran quedado reservados al mundo de la decisión puramente política.
Ese era el terreno en el que siempre debió haber quedado la disputa entre el Estado y las instituciones catalanas, el de la negociación y la contención institucional. Pero una acumulación poco usual de impotencias y de errores de cálculo por parte de los máximos dirigentes en los Gobiernos de uno y otro lado deslizó el desencuentro hacia el ámbito de lo constitucional, lo legal y lo penal, en el que nunca faltarán actores judiciales predispuestos a suplir la indecisión política. Por eso la sentencia no puede significar ninguna solución para el problema de fondo, pero abre una oportunidad para que los dirigentes políticos recuperen en exclusiva su responsabilidad. ¿Con qué consecuencias y en qué condiciones?
A pesar de la expresión emocional de descontento que se visibilizará en los próximos días, es difícil pensar por qué esta sentencia debería tener efectos electorales mayúsculos. El realineamiento producido por el proceso soberanista ha segmentado hasta tal punto los grupos de votantes en Cataluña y más allá que más bien sucederá lo contrario: la sentencia y sus derivados serán interpretados según la adscripción partidista de cada uno. En todo caso, será el comportamiento de líderes e instituciones los que pueden acabar de decantar una parte de los indecisos en disputa en estos momentos. En realidad, el peso de la sentencia se hará sentir después del 10-N, cuando el mapa parlamentario confirme que el esquema básico de la política española apenas habrá variado tras una década de intensa tempestad: los dos principales partidos, PSOE y PP, seguirán siendo los representantes principales, más debilitados, de los bloques que organizan la competición política, y el nacionalismo catalán, ahora más fragmentado y mutado en independentismo, la voz predominante de la tercera España indispensable para completar cualquier mayoría cualificada. Es cierto que ahora tenemos expresiones propias de los discursos más extremos, el de la nación española y el de la nación catalana. En ese escenario, el Estado tendrá que seguir planteándose cómo actualizar su plebiscito cotidiano en un proyecto común que integre a casi dos millones de independentistas catalanes.
Ciertamente, hay algunas novedades. Por primera vez, desde la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 sobre el Estatuto de Cataluña, los principales partidos en España podrán abordar esta cuestión sin el temor por su supervivencia. La sentencia llega en un momento de recomposición de la política española hacia el centro, en el que PSOE y PP tendrán escasos incentivos para promover reformas institucionales sin una aproximación consensual entre ambos. Esa exclusión mutua se halla en el origen de la revuelta catalana hace más de una década. Desde esta perspectiva, quizá se entienda mejor la renuencia de Sánchez a enfrascarse en una coalición que, probablemente, a estas horas estaría a punto de explotar. Ahora dispondrá de mayor margen para que en esa posible ecuación de los grandes acuerdos de Estado también pueda estar el PP. Si bien los nuevos partidos complicarán la suma de programas en los grandes temas abiertos, la tendencia menguante de sus electores no parece la mejor perspectiva para aparecer como los outsiders del consenso. Solo el PNV ha sabido gestionar ese arte de facilitar acuerdos de cuya firma se esfuma si conviene.
Es cierto que la parte catalana sigue pareciendo la pata débil para afrontar una negociación: excesivamente volátil y fragmentada, y con un núcleo operativo en los sectores unilateralistas con demasiada capacidad de irradiación para que ERC y la mayoría de los protopartidos que buscan la estela de CiU acepten fijar unos límites a ese acuerdo multilateral. Por ello, es probable que estos actores busquen tiempo y eviten precisamente sacar provecho de la contestación emocional de los próximos días. Necesitan despejar su propia debilidad para hallar el punto de equilibrio en la fuerza que aún mantienen. No estamos muy lejos de 2010, cuando todo empezó a venirse abajo, pero hoy todos tienen más experiencia, han consumido demasiado tiempo y energías, han sufrido más y, por ello, al menos deberían haber aprendido, por ambas partes, cómo no hacer las cosas.
Juan Rodríguez Teruel es profesor de Ciencia Política de la Universidad de Valencia. Este articulo ha sido elaborado por Agenda Pública para EL PAÍS
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