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Columna
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Hay que acabar con la hipocresía de llamarlas “balas perdidas”, son balas asesinas

La muerte de Ágatha Vitória Félix, a manos de un policía, sacude Brasil por la acción de las autoridades en las favelas que pone como excusa de defenderlas contra el narcotráfico

Juan Arias
Soldados brasileños en la favela de Pavao Pavaozinho, en Río de Janeiro, en 2018.
Soldados brasileños en la favela de Pavao Pavaozinho, en Río de Janeiro, en 2018.F. Teixeira (Getty)

Me he propuesto no volver a escribir en mis columnas “balas perdidas" porque son solo balas asesinas que acaban con vidas como la de la inocente Ágatha Vitória Félix, de 8 años, en Brasil y, sobre todo, en las favelas de Río de Janeiro. Los testigos y vecinos del Complexo do Alemão, donde vivía la niña con su familia, aseguran que no había un tiroteo entre policías y narcotraficantes. En realidad, afirman que el agente le disparó a la niña, que estaba al lado de su madre dentro de una furgoneta, cuando intentaba golpear a un motociclista.

Es una muerte que ha despertado de un modo especial la conciencia y hasta el lenguaje de los excluidos de aquellos barrios dejados a su suerte. Una vez más aquellas personas anónimas que asistieron al entierro de la pequeña Ágatha gritaron diciendo: “No fue una bala perdida. Fue una bala encontrada”. En verdad fue una bala asesina como todas las que cortan vidas inocentes.

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De los cinco niños que en este año murieron en Río, víctimas de esa violencia que parece no tener fin, el caso de la niña Ágatha ha tenido una repercusión especial: impulsó la indignación no solo de quienes viven en las favelas y están cansadas de tanta muerte inútil, sino de toda la opinión pública. Y ha obligado a las autoridades a no contentarse con los rituales hipócritas y manidos de “lo lamentamos” y “vamos a abrir una investigación”. Esta vez los huérfanos de Ágatha, que somos todos nosotros, han enfrentado al poder, que ha reaccionado duro y sorprendido.

El gobernador y exjuez del Estado de Río, Wilson Witzel, conocido por su política de que el mejor delincuente es el que la policía entrega muerto y que hizo macabramente célebre su gesto de que lo mejor es “disparar a la cabecita”, tardó en reaccionar para comentar la tragedia de la nueva pequeña mártir de las favelas. Se llegó a hablar de su “silencio aterrador”. Al final la opinión pública le obligó a salir de su mutismo y hasta confesó que también él tiene una hija de 9 años y sabe el dolor que supondría perderla.

Sin embargo, no dejó de lado su postura de dureza en materia de la violencia que mata sobre todo a los negros y pobres, y denunció que “es indecente usar el ataúd de una inocente para hacer un acto político”. Quienes acudieron al entierro de Ágatha no acudieron, sin embargo, a un mitin, acudieron adoloridos e indignados, con el rostro cubierto en lágrimas. Era puro dolor y rabia contra su impotencia frente a la dejadez del Estado en esos barrios. escenarios de la violencia rutinaria. Y respondieron al gobernador que indecencia era dejar morir a tantos inocentes por la incuria de un Estado que está permitiendo y hasta incitando a la policía hacer un verdadero exterminio bajo la excusa de defenderlas contra el narcotráfico.

Quizá esa reacción inédita frente a la muerte de la niña alegre y llena de vida de las favelas se deba a que está naciendo, dentro y fuera de las favelas, una nueva resistencia a la situación creada por el Gobierno de extrema derecha del presidente Bolsonaro. Su lema y su mayor preocupación es la de matar bajo el pretexto de proteger la vida.

Ante el cadáver de Ágatha, esas personas, desde siempre oprimidas con el olvido de quienes deberían protegerlas, ya no aceptan un Gobierno y una política basada en la segregación y hasta en la persecución de una dictadura. Miles, quizás millones, de brasileños se han unido a esa indignación.

Alguien ha querido subrayar, en ese nuevo movimiento de rescate de los valores de la vida contra la obsesión de la muerte, que proféticamente la pequeña Ágatha también se llamaba Vitória y Félix, dos nombres que evocan el deseo de felicidad con el que cada recién nacido llega a la vida y el deseo de salir victorioso de la lucha que le espera contra los poderes que intentarán hacer su vida infeliz y castrar sus ansias de triunfar.

Es lo que el abuelo materno de Ágatha, Airton Félix, quiso resaltar ante los que gritaban, muchos de ellos jóvenes: “Basta de sangre del pueblo negro y pobre en la favela, déjennos vivir en paz en esta falacia de guerra contra las drogas”. Recordó que habían matado a una niña “inteligente, estudiosa, obediente, de futuro”. Como lo son la mayoría de esos niños a quienes el Estado da carta blanca a las fuerzas policiales para matar.

Y quizás lo más dramático es que el Congreso está a punto de aprobar el proyecto del ministro de Justicia, el exjuez Sergio Moro, sobre la lucha a la criminalidad. Al igual que la hipocresía de la “bala perdida”, también en este documento se amplía de forma hipócrita y vergonzosa el excludente de ilicitude [excluyente de ilegalidad]. Significa que un policía, de ahora en adelante, no podrá ser castigado por haber matado a un inocente, los pobres y negros de las favelas, ya que podría estar al disparar en estado de “estrés, de miedo o de emoción especial”.

Lo más grave de esa decisión es que introduce la peor de las penas de muerte, la que no merece ni un proceso, ni un abogado de defensa. Es sencillamente una política de exterminio. Es la guerra. Las clases medias y altas, formadas en su mayoría por personas blancas que no viven la realidad de los negros en las favelas, empiezan a comprender el sufrimiento de abuelos como Airton Félix. Ya no aceptan fácilmente la explicación de las autoridades, que suelen decir que los muertos eran criminales.

Ojalá que la bala asesina que arrancó la vida de la pequeña Ágatha Vitória Félix, que soñaba a través del estudio ser feliz y salir victoriosa en la vida, como profetizaban sus nombres, sirva para despertar a la sociedad. Que toda ella tome conciencia que Brasil debe gritar junta un no cada vez mayor a un poder que pretende tener derecho sobre la vida y la muerte de la gran masa de anónimos y excluidos de los campos de concentración de las periferias, donde el poder político y económico relega a esas millones de personas. La única libertad que tienen hasta hoy es la de llorar a sus muertos.

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