Mis primeras vacaciones con dos gatos (I)
Mía y Atún se desplazan al Norte para compartir su primer verano. ¿Cómo lo lleva el humano con el que viven?
Atún, mi segundo gato, llegó a casa el 19 de junio. Cuando el pobre estaba empezando a adaptarse a su nuevo hogar -y Mía comenzaba a dar señales de amor fraternal- llegaron las vacaciones de verano. Uno de los motivos por los que adopté un segundo gato fue el hecho de que Mía no pasara mucho tiempo sola durante los viajes. Pero en verano, como soy de esos privilegiados que tenemos un pueblo al que volver, me los llevé conmigo.
Cuando pasas de uno a dos gatos la vida cambia un poco. Se multiplica todo por dos. La principal duda ante el viaje era si llevar un único transportín o hacerlo en un par. Después de consultar a mis veterinarias, decidí que viajaran separados. Atún es un cachorro, es muy inquieto y no calla un segundo. “¿A ti te gustaría ir cinco horas pegado a un amigo que es un pesado?”. No hay nada mejor que las analogías bien hechas para empatizar con alguien. Decisión tomada: dos transportines
Con el paso del tiempo, uno va perfeccionando su manejo de los quehaceres felinos. En los primeros veranos viajaba con la arena, la comida, los juguetes… un circo, vaya. Tenía más bolsas la gata que yo. Pero esta vez logré encargarlo y tenerlo todo en Ribadesella, esperándome para cuando llegáramos. En la vida es muy importante tener buenos amigos. Eso sí, hice un breve cálculo de las latas de comida húmeda que iba a necesitar, para llevármelas conmigo. Me quedé corto por dos cucharadas. Nivel casi experto.
El viaje, si exceptuamos que Atún no paró de maullar ni cinco minutos, transcurrió bastante bien. Los llevaba a los dos tapados con unas fundas muy bonitas que me regalaron en la clínica de Madrid. Cuando parábamos, echaba un ojo a cada uno de ellos. Ya saben que los dueños de gatos les presuponemos superpoderes y a veces creemos que pueden escapar de casa aunque no haya nada abierto.
Al llegar a Ribadesella noté un ruido extraño. Era Mía, que estaba bufando. En la parte delantera del coche, con la música, apenas se oían los cánticos de Atún, pero ella llevaba 5 horas sintiéndolos en el habitáculo de al lado. Levanté su funda y creí verla entornando los ojos y diciéndome: “Cinco minutos más aquí, y me lo cargo”.
La bajada del coche fue un momento un poco tenso. De repente me vi llevando dos transportines con fundas (una en cada brazo, por si quieren recrearse en la imagen) y pasando por delante de varias terrazas. Y uno, que es muy de provincias, siempre tiene algo de pudor a la hora de explicar que ahora en lugar de un gato tiene dos, que es porque se hacen más compañía, que eso no me convierte en un ser extraño, al menos no más de lo que ya era… pero vaya, que sé lo que el interlocutor piensa cuando digo todo esto.
Subí a dejarlos a casa y entonces sucedió una cosa muy extraña. O no tanto, tratándose de gatos. Mía actuó como si no conociera de nada a Atún. Le metió dos bufidos, sacó la zarpa a pasear y el otro huyó escopetado a meterse debajo de una cama. Era como si ella, al ver que aquella casa no estaba lo suficientemente marcada por su olor, temiera que el renacuajo se le pudiera adelantar. Voy a dejar las cosas claras desde el principio, para que no se me suban a las barbas, debió de pensar.
Nunca había visto asustado al pequeño Atún, que es muy alegre y juguetón. La advertencia de su hermana mayor había sido clara. Nota mental: tengo que acordarme de dejar bien repartida la herencia, para que no haya líos.
Preparé los dos areneros, llené hasta los topes el comedero (en recompensa por su paciencia durante el viaje) y dejé rebosantes de agua fresca dos bols. Mis primeras vacaciones con dos gatos estaban a punto de comenzar…
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