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Columna
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Hagamos a EE UU blanco otra vez

El presidente Trump desquicia la democracia y la indignación y el razonamiento resbalan contra sus provocaciones

Francisco G. Basterra
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un acto de campaña.
El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en un acto de campaña.Carolyn Kaster (AP)

No es fácil hallar un país tan contradictorio como Estados Unidos: capaz de albergar las más altas aspiraciones, de salvar a Europa en dos guerras mundiales o considerarse a sí mismo excepcional. Y en ocasiones como la actual, desmañado e impotente en sus relaciones internacionales. Incapaz de afrontar el mayor desafío, el cambio climático, o de entenderse con China, mientras desdeña a los aliados europeos. Con motivo del 4 de julio, un editorial de The New York Timesreconocía que versiones de estas contradicciones americanas han persistido durante mucho tiempo, pero son especialmente agudas en este cumpleaños nacional.

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Este es hoy el país de Trump, que declara en la portada de la revista Time, que “toda mi vida es una apuesta”. Para confirmarlo, el magnate inmobiliario que actúa movido por sus instintos, bajos en demasiadas ocasiones, dobla su apuesta. El presidente, que es ignorante pero no estúpido, controla el marco electoral, desespera a los demócratas y ofende a todos los ciudadanos de color, nacidos o no en EE UU, a los que no considera verdaderos americanos.

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Esta categoría solo la ostentan, según Trump, los nativos blancos. Hagamos a América blanca otra vez parece ser el eslogan del presidente —cuyo abuelo alemán emigró a EE UU— cara a su reelección. Dobla Trump la apuesta racista en la carrera electoral ya abierta, avivando el demonio todavía no enterrado de la cuestión racial, con la aberrante defensa de la supremacía blanca. Barack Obama ilusionó con la posibilidad de un progreso racial y hoy Trump despide de EE UU a cuatro congresistas demócratas jóvenes: “Volved a vuestro país, infestado de crímenes”.

Un racista en la Casa Blanca. Él, que con su padre negaba el alquiler de sus promociones inmobiliarias en Nueva York a las personas de color, y que cuando visitaba su casino en Atlantic City pedía que escondieran a los empleados negros. Pretende hacer un registro de ciudadanos y no ciudadanos, algo que nunca se ha hecho en EE UU, porque cree que la ciudadanía americana es fundamentalmente racial, y que solo los blancos pueden ser ciudadanos.

El presidente desquicia la democracia de EE UU y la indignación y el razonamiento resbalan contra sus provocaciones. Cuanto más ruido provoca con sus tuits, más consigue desviar la atención de lo principal. Y los continuos ataques que recibe se vuelven como un bumerán contra sus opositores. La bandera del nacionalismo blanco y el stop a la inmigración, con el anuncio de políticas desaforadas, cohesiona a sus votantes. El 57% de los republicanos cree que peligra la identidad nacional. Todavía, el 62% de los estadounidenses piensa que la apertura del país a gentes de todo el mundo es esencial para conocer quiénes somos como nación (encuesta de USA Today / Ipsos).

Actúa como pirómano. Incendia que algo queda. Pero logra dominar el debate nacional ante un Partido Demócrata que no sabe aún con qué proyecto enfrentarse al presidente. Trump apuesta porque podrá definir al Partido Demócrata como radical y antiamericano. Vuelve, 70 años después, la caza de brujas.

fgbasterra@gmail.com

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