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Cómo sobrevivir a San Fermín superados los cincuenta

Un periodista de ICON rememora, 20 años después, las fiestas de Pamplona. ¿Han cambiado mucho las cosas?

El escritor estadounidense Ernest Hemingway siempre se declaró seguidor de la fiesta de San Fermín. La imagen le muestra con su mujer, Mary, en 1959, esta vez en Madrid.
El escritor estadounidense Ernest Hemingway siempre se declaró seguidor de la fiesta de San Fermín. La imagen le muestra con su mujer, Mary, en 1959, esta vez en Madrid.Foto: Getty
Aitor Marín

Estoy en Pamplona, en San Fermín, algo que no sucedía desde hace más de 20 años. Estoy a un día del chupinazo, y esto hace aún más años que no pasaba. Qué tiempos. Aún recuerdo mis primeras fiestas en esta ciudad. Fui con mi cuadrilla de San Sebastián en autobús al mediodía con la idea de comer, ir a los toros, pasar la noche de juerga, ver el encierro y volver por la mañana en otro bus. Pinché en los toros. Salí de la plaza a hombros medio inconsciente y amanecí en la plaza del Castillo gracias a la manguera de los barrenderos. Bueno, pues este año también voy a dormir en la plaza del Castillo. Casualidad.

Mis amigos Edu e Yvonne me han invitado a dormir en su casa porque son así de majos y porque ignoran los recuerdos que me trae la dichosa plaza. En realidad, después de tantos años, me han convencido para venir ofreciéndome un plan que, sobre el papel, poco tiene que ver con las excursiones kamikazes de mi perdida juventud. Es un plan de señores mayores (afortunadamente, sin niños de por medio), aunque ya el viernes estamos a punto de echarlo a perder. Tras dejar la maleta en casa, a las nueve de la noche, nos vamos a tomar algo. Enseguida nos juntamos con un montón de amigos suyos que calientan motores en la parte vieja. A Patxi lo conozco de mis años de estudiante en la Universidad de Navarra. Hay alguna otra cara que me suena, pero a los diez minutos ya es como si todos fuéramos colegas de toda la vida.

Una caña sigue a la otra, un pincho de tortilla aparece en mi mano. Se hace de noche. Da la una y ahí seguimos tan a gusto. Con la emoción y los nervios de los encuentros y reencuentros, tengo cuerpo para seguir tomando la espuela de bar en bar. Hay gente en las calles, pero me consta que esto no es nada comparado con cómo se va a poner toda la parte vieja mañana. Se está a gusto y se puede andar. Bert, un belga flamenco que a estas alturas es más pamplonica que el chorizo de Pamplona, me cuenta en perfecto castellano que la primera vez que vino se pensaba que para correr los encierros había que llevar dorsal, como en las carreras populares. Es un no parar. También recuerda que hace unos años la Policía tuvo que sacar del recorrido a una yanqui de rasgos asiáticos que pretendía correr delante de los toros con patines. Podríamos tirarnos así toda la noche, pero al final se impone la cordura y nos retiramos todos a tiempo razonablemente enteros. Nos vamos a la cama con una verbena colándose a todo volumen por las ventanas del dormitorio. Nadie dijo que dormir aquí fuera fácil, pero al menos junto con la pachanga entra una brisa muy agradable.

Dentro de una hora habrá empujones y vasos derramados en todas direcciones. Yo ya lo hice una vez. Pero como le decía Arya a la muerte en 'Juego de tronos', “hoy no”

A la ocho de la mañana ya se nota cierto trasiego fuera. Ir y venir de personas vestidas de blanco con el pañuelico en la muñeca o asomándose de algún bolsillo. Desayunamos tranquilos, poniéndonos al día con un café y recordando aventuras pasadas, antes de salir a dar una vuelta. He pasado mil veces por estas calles de lo viejo, pero me han cambiado todos los bares y me cuesta orientarme. Hay mesas corridas en las puertas de algunos bares con gente haciendo acopio de fuerzas. Tortillas, chistorra, chuletas de cordero sobre planchas… Y alcohol. Quien no bebe vino toma sidra o cerveza. Los guiris, que son legión, no sé si acaban de descubrir la sangría o el kalimotxo, pero lo que es seguro que están abrazando con pasión esta nueva fe.

Poco antes de las once me acerco a la plaza del Ayuntamiento, zona zero del chupinazo, y ya está prácticamente llena. Hay impaciencia y muchos selfis. Si no recuerdo mal, dentro de una hora habrá empujones y vasos derramados en todas direcciones. Yo ya lo hice una vez. Pero como le decía Arya a la muerte en Juego de tronos, “hoy no”. Vuelvo a casa de Edu e Yvonne, que ya han quitado los muebles del salón, y la fiesta ya ha empezado. Hay una mesa enorme con jamón, tortilla y demás. De la cocina surgen bandejas con bocadillos de magras con tomate, que no pueden faltar. El champán y el cava tampoco. Y todavía queda más de media hora para el arranque oficial. Madre mía.

Me habían avisado que todos los años se apunta a este sarao algún que otro donostiarra y la primera en la frente. Cuando solo llevo dos o tres copas de Moet, aparece Ángel. Nos conocemos de toda la vida y de casi todas las noches, pero a los dos nos sorprende encontrarnos en este terreno. Abrazos y brindis. Él prefiere la sidra de nuestra tierra que se ha traído en el bus. Yo reconozco que he venido de gorra. He preguntado 20 veces a los anfitriones si compraba algo y no me han dejado. Yo qué sé por qué les he hecho caso.

Como a la mitad los conozco ya de la noche anterior, las conversaciones y yo fluimos de un grupillo a otro mientras la plaza del Castillo se va llenando de gente. No es lo mismo que ver el chupinazo en la del Ayuntamiento, pero es mucho más grande y una pantalla gigante trae la señal en directo. La gente levanta al cielo el pañuelico rojo mientras Jesús Garísoain, en nombre de la popular banda de música La Pamplonesa, se dirige al gentío antes de prender el cohete. Son las doce y esto es Pamplona. Besos, más abrazos, más brindis entre los congregados en la casa mientras la calle enloquece.

Pero la cosa se anima a lo bestia cuando pinchan 'Somos la revolución', de Ska-P. Con lo que ha sido esta ciudad de rock radical vasco y lo pentan unos de Vallecas, reflexiono entre sorbos

Y llega el momento más temido, tras reunir valor, hay que salir a la calle. Salir del portal ya es una odisea. Hay que avanzar a empujones y sin perder de vista a los demás, lo que no es nada fácil porque todo el mundo va igual vestido. Aun así conseguimos abrirnos paso, guiados por Idoia y Aitor, y llegar hasta la puerta del bar Don Hilarión, en la calle Estafeta. Tengo una caña en la mano que debo tapar constantemente porque la gente arroja agua desde los balcones. Podría ser peor. Unos metros más atrás he visto a un gracioso disparando desde una ventana su bota de vino. A la mayoría de los mozos la verdad es que todo esto les da igual porque ya llevan la ropa toda mojada. Del bar salen casi todo el rato ritmos latinos, entre los que se cuela La venda, tema que nos abrió una nueva herida en Eurovisión. Pero la cosa se anima a lo bestia cuando pinchan Somos la revolución, de Ska-P. Con lo que ha sido esta ciudad de rock radical vasco y lo pentan unos de Vallecas, reflexiono entre sorbos.

Dice mi amigo Edu que San Fermín son momenticos. Un momentico en casa, otro de aperitivo, otro en los toros… Bueno, pues otro momentico es ir a comer, que ya son las cuatro de la tarde. Aquí no hay guerra. Salimos tranquilamente por detrás de la plaza de toros y cruzamos el Arga por una pasarela huyendo del follón. Comemos pochas, alcachofas y rabo de toro en un jardín con frontón y piscina alejados del mundanal ruido. Jamás pensé que tan cerca de la fiesta pudiera estarse tan lejos. A la hora de las copas, la gente incluso se tira la sombra para dormir una siesta. Esto hace unos años, me digo, hubiera sido impensable.

Quién lo iba a decir. La placidez en la que transcurre la tarde casi me parece un exceso, un lujo anacrónico. Hay gente que incluso se ha quitado la camisa y se ha puesto a jugar a pala en el frontón mientras yo, sentando en la hierba, doy buena cuenta del tercer gintonic de sobremesa. No salimos de ahí hasta las diez de la noche. Volvemos a la guerra y ahora ya no hay reglas. Intento comprar tabaco en un bar y un chaval se me cuela sin miramientos. “Qué espabilado”, digo y el tío se enfrenta a mí muy borracho y ofendido. La cosa no pasa de ahí, pero está claro que va siendo hora de que los señores mayores nos vayamos a la cama y dejemos a la chavalería que vaya a lo suyo.

Además, cada vez que me cruzo con un grupo de chavales con barbitas perfiladas y bíceps y pectorales enormes, y son unos cuantos, me resulta imposible no ver en ellos a la condenada Manada de violadores. Es un prejuicio, lo sé. Seguro que si los viera en el metro vestidos de calle ni se me pasaría este pensamiento por la mente, pero el daño está hecho. Y me consta que no soy al único al que le ha pasado. Una pena.

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Sobre la firma

Aitor Marín
Es redactor de EL PAÍS. Antes ejerció cargos de diversa responsabilidad en Man, Interviú, Maxim y Quo, entre otras publicaciones. Se licenció en Periodismo por la Universidad de Navarra. Escribe a veces de cómics porque le hubiera gustado dibujar. Además, es autor de la novela Conspiración Vermú (Suma de Letras).

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