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Columna
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Oxigenada

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje

Marta Sanz
Juan Barbosa

Soy una privilegiada porque mis palabras llegan. A la vez, mi visibilidad —de dedito tieso—, en este mundo vigilante de casas con paredes de vidrio, cookies,micrófonos ocultos en la barriga del robot chef y periódicos en línea, me hace sentir sobreexpuesta. Por cada parte visible de mi cuerpo aparece un megáfono que me juzga porque tiene derecho. Esa visibilidad —de frente y de perfil— produce un estrés que nace de la falta de fotogenia: hay ciertos discursos poco favorecedores. Nuestros pulmones son piezas envasadas al vacío. Isabel lleva un reloj que mide pulsaciones. El reloj ordena: “Respire”. Isabel, desparpajada, responde: “Pues ahora no me viene bien”. Qué envidia. La gente visible padece ictus: cantantes, políticas y políticos, profesionales de la televisión, editoras y editores. Las enfermedades y muertes de personas invisibles no son objeto de necrológica. En este ecosistema de éxitos volátiles y frustración —falso movimiento— convivimos: quienes quieren alcanzar popularidad por nada, personas espectaculares hasta cuando mueren y ocultos individuos poderosos. A quienes tendrían más motivos de queja los amordaza el miedo y no tienen dinero ni ganas de ponerse a tuitear.

Decir lo que se piensa y ser visible es un privilegio por el que se paga peaje: en la zona de comentarios de un diario conservador me mandaron a tomar por culo. Va en el cargo de privilegiada. Viva. Convendría que las cabeceras de los diarios se preguntasen si el criterio editorial es lo mismo que la censura: lo que les importa a algunos periódicos no es la libertad de expresión ni la apertura de foros donde disentir —en algunos medios alternativos funcionan divinamente—, sino la atractiva posibilidad de que, tras la pantalla, mane la sangre. Porque la sangre hace ruido y caja. El espectáculo de los comentarios insultantes. Todo el mundo dice despreocupadamente: “¡No mires ahí abajo!”. Pero bajo la trampilla del sótano hay personas, y yo no soy una señora que asuma una posición de aristocrática indiferencia. Luego están los que mantienen que esa es la puerta para expresar un rencor legítimo. Sin embargo, si las famélicas legiones nos pusiéramos a hacer otras cositas, puede que otro gallo nos cantara. Porque quizá soltar bilis en los habitáculos internáuticos produzca un efecto ansiolítico que distrae de otro tipo de acciones cívicas y transformadoras.

En La Vorágine, espacio cultural y político de Santander, vivimos una experiencia presencial enriquecedora sin que nadie dijese amén: puede que mirarse a los ojos invite a hablar con respeto. Desde la conciencia del cuerpo en conversación abogo por un humanismo físico. En los territorios virtuales nos rechinan los dientes: le he dicho a esta tía que se vaya a tomar por culo porque esta tía —yo— consigue una tribuna gracias a sus abyecciones. La hipótesis del mérito y las bondades de la educación pública no se valora, y se genera un ámbito en el que el odio y los prejuicios de diferentes tendencias ideológicas y clases sociales se confunden en papilla que suma votos para la ultraderecha planetaria. La piedad se ha vuelto demasiado peligrosa, y, si no tomas la palabra en legítima defensa, estarás despreciando a contrincantes —¿L, XL, XXL, todos de la misma talla?— que te desean invisibilidad y silencio eternos. Me muerdo físicamente la lengua y esbozo un aforismo: La vida es elegir quién prefieres que te insulte. “Respire”, me indica el relojito. Yo lo hago.

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Sobre la firma

Marta Sanz
Es escritora. Desde 1995, fecha de publicación de 'El frío', ha escrito narrativa, poesía y ensayo, y obtenido numerosos premios. Actualmente publica con la editorial Anagrama. Sus dos últimos títulos son 'pequeñas mujeres rojas' y 'Parte de mí'. Colabora con EL PAÍS, Hoy por hoy y da clase en la Escuela de escritores de Madrid.

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