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Emilio Aragón, el abuelo que regala música

Recién cumplidos los 60, el artista graba un disco de sones cubanos dedicado a su madre y a sus tres nietos y recuerda cómo la fama le produjo ansiedad

Emilio Aragon
Emilio Aragón, el viernes en Madrid.CARLOS ROSILLO
Jesús Ruiz Mantilla
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Un día, en plena adolescencia, Emilio Aragón le preguntó a su padre, el gran Miliki: “Nosotros, ¿de dónde somos?”. Entre esos interrogantes cabían como respuesta La Habana. México, Caracas, San Juan de Puerto Rico, Miami, Chicago, Buenos Aires, Madrid… Las ciudades donde aquel chico de 13 o 14 años había vivido ya, sin contar las escalas que como cómicos de la legua y gentes del circo, junto a sus tíos, habían hecho. Hoy, a sus 60 años recién cumplidos y ya como abuelo, se la sigue lanzando él mismo a la cara. Pero tiene ya algunas respuestas. Como este disco que bajo el seudónimo de Bebo San Juan, acaba de regalar a la vez a su madre y a sus tres nietos, plagado de sones y ritmos caribeños: “La música que me hace feliz”, afirma.

La vida de Emilio Aragón ha sido un constante esfuerzo de inmersión fugaz en cada medio. “Un inevitable ejercicio de adaptación”, puntualiza él. Desde las esquinas de la cálida Cuba al instituto de la base aérea de Torrejón, donde estudió. Eso explica en gran parte su brillantez y su éxito en cada uno de los campos donde se ha movido y que le ha hecho por ejemplo ganador esta semana del Premio Mapfre a toda una carrera.

De niño recuerda el movimiento: “Todavía conservo en mi cabeza esos baúles antiguos amontonados”, asegura. Propios de artistas de circo, “esas onus ambulantes que se forman en 4.000 metros cuadrados”, según define el propio Aragón.

Emilio Aragón, recién cumplidos los 60 años.
Emilio Aragón, recién cumplidos los 60 años.CARLOS ROSILLO

Pero no quedaron ahí. Desde su propia identidad como artistas circenses, con sus narices rojas, sus sombreros, aquellos zapatones y las canciones que resuenan en cada uno de los niños que los veían mientras tomaban la merienda, triunfaron sin tregua en una naciente televisión a la que él se adaptó después en su propio salto generacional con técnicas modernas de showman todoterreno. Supo continuar y abrir caminos desde ese eslabón del espectáculo a escala desmedida. Con consecuencias…

Una época, su propia audacia como intérprete o presentador le llevó frente a las cámaras. Pero la popularidad resultó tan abrumadora y desquiciante, sobre todo en la época de la serie Médico de familia, que un día paró el coche en medio de un ataque de ansiedad. “No podía salir de casa y me dije: tengo que parar”.

Suerte que contó con la complicidad de sus socios en Globomedia, la productora que estaba llamada a marcar ciertos hitos con la llegada de los canales privados. Conscientes de que su rostro proporcionaba millones de ingresos, pero temerosos de que su amigo sufriera, José Manuel Contreras, Daniel Écija y Andrés Varela, respetaron su decisión de pasarse detrás de los focos.

“Necesitaba esa libertad. Y tiempo”. ¿Para qué? Para ser lo que siempre ha dicho que se siente: músico. Una profesión en la que para llegar a divertirte debes estudiar. En la que para improvisar necesitas atravesar rigurosas escalas de conocimiento. Se fue a Estados Unidos. Un año sabático con su familia. Para aprender más, dice. Estudió composición y dirección de orquesta. Creó, se adentró en los clásicos y en la esfera sinfónica o el pop de nuevo con éxito, pariendo un rock de garaje en clave de burla, como fue Te huelen los pies.

Ahora llega el momento de recuperar los orígenes: La Habana donde nació, de la que partió el clan cuando él tenía un año y a la que jamás ha regresado, aunque curiosamente no ha dejado nunca de vivir en ella. Con nostalgia de aroma a yuca, con la comida, los ritmos, las canciones, el acento de su madre, que 60 años después, con 85, y muy madrileña, sigue con el habla intacta en las reuniones familiares continuas: “Somos muy de estufa”, dice Aragón.

Músico por vocación y gracias a un padre exigente. “Cuando entré en la adolescencia, él previó los riesgos y me puso reglas: quiero oír el piano al menos una hora al día”. Músico por definición y tarjeta de visita ante lo que más le importa. Su mujer, Aruca Fernández-Vega lo cuenta: “Cuando le presenté en mi casa y me preguntaron a qué se dedicaba, dije eso: músico”.

Se casó, no dejó de crear inventos generalmente bendecidos por el éxito en masa, aumentó de miembros la estirpe Aragón con tres hijos y un buen día, echó la vista atrás hacia sus raíces y le quiso cantar a su madre y ahora a sus tres nietos de seis, cinco y dos meses un puñado de boleros, merengues, guarachas… “Algo que saliera como esto: muy guajiro”, comenta.

Pero le daba vergüenza sentirse intruso en el reino de Celia Cruz, Benny Moré, Compay Segundo, así que se cambió de nombre: Bebo San Juan. “Bebo, porque así me llaman mis nietos; San Juan, por Puerto Rico”.

Aparte de encarnar toda una sociología, con esa simpática neutralidad que le ha hecho caer bien a mucha gente, Emilio Aragón ha podido redondear varios sueños apartado de la fama, pero marcado en la memoria del país donde finalmente se asentó con buen rollo.

Falta su padre, que vio muchos de ellos cumplidos. Pero Miliki sigue ahí, perpetuamente, en su boca, con su compendio de consejos útiles.

“Esa felicidad que me ha devuelto esta música me hace recordar lo que decía: Es imposible que alguien a quien te encuentres por la calle y vaya silbando no esté contento”, advierte.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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